Corría
el año 1855. Las “tierras de pan llevar” se fueron poblando poco a poco con
familias criollas que llegaron desde los pueblos costeros, primero a extraer
los recursos naturales de la isla: leña, carbón, fruta, “unco”, caza, y pesca, y luego a establecerse de
manera permanente con sus familias, isleñizándose rápidamente en su contacto
con los viejos indios chanáes que aún quedaban por los arroyos.
Domingo Faustino Sarmiento, que
había vuelto de sus memorables viajes por los Estados Unidos, Europa y África,
creyó de pronto poder “inventar” el delta. Sí, él que fue un genial escritor, dueño
de una poderosa imaginación y creatividad, de una voluntad incansable, también
fue, porqué no decirlo, un gran macaneador. Él había podido estudiar en persona
una de las claves del desarrollo estadounidense: la forma en que fue colonizada
la tierra. Y se le prendió la lamparita al voltear su mirada para nuestros
pagos isleños.
Sarmiento fue un incansable propagandista del poblamiento del Delta.
En la Argentina, la tierra había
sido repartida entre unos pocos oligarcas que tenían ejércitos de gauchos en
sus estancias para criar el ganado cuyos cueros eran exportados a Inglaterra
para que ella luego nos vendiera las botas y los recados. Eso impedía la
formación de una burguesía nacional, una clase media de agricultores, dueños de
su tierra, de su producción y su destino, que desarrollase la economía, la
industria y el mercado interno en el país. A esa explicación económica se le
sumaba la genética “barbarie” que para don Domingo sufríamos los argentinos. En
Estados Unidos él había visto cómo la tierra había sido, (previo exterminio de
los indios) entregada a familias de agricultores que efectivamente trabajaban
la tierra y se abrían luego a algunos ramos de la industria alentada por el
Estado. Así nació el farmer, el
granjero estadounidense, dueño de su tierra. Creció de esta forma una clase
media con poder de consumo, una burguesía nacional que fue desarrollando un
fuerte mercado interno protegido de las importaciones que no tardó en fomentar
el pase de muchos de esos granjeros a convertirse en industriales. Además, como
eran directos descendientes de europeos, eran “civilizados”.
El delta era una de las pocas zonas
que quedaban en la Argentina sin entregar, de manera que Sarmiento imaginó que
allí aún era posible una colonización a la “americana”. Y empezó su genial y
obsesiva campaña de propaganda isleña desde las páginas de varios periódicos. Para esto organizó una expedición
exploradora para mostrarle a los escépticos las bondades de nuestra tierra.
También en ella tuvo lugar la memorable plantación del primer mimbre en el
delta, de la que siempre se jactó nuestro gran educador.
"El Carapachay" recopila las notas periodísticas de Sarmiento en el diario El Nacional.
El 8 de septiembre de 1855 zarpó la
expedición integrada por civilizadísimos caballeros: Bartolomé Mitre, Carlos
Pellegrini, Santiago Arcos, los miembros de la Comisión municipal de San
Fernando, Ángel Crousa, Manuel Maura, Santiago Albarracín y Federico Toledo. En
una barcaza impulsada por “doce robustos remeros” de la marina, y capitaneada
por Antonio Somellera, navegaron por el Luján, Carapachay, Esperita, etc. A
cada paso Sarmiento iba comentando las maravillas de lo que podría ser esa
tierra una vez colonizada. Insistía en que no basta que las cosas existan, sino
que hace falta inventarlas, darles un uso práctico: “Newton observó recién hace dos siglos que las manzanas caían de los
árboles, cuando cesaba de obrar esa fuerza que las tenía asidas al pétalo, no
obstante que de antiguo tenían costumbre las gentes de mecer los manzanos y
comerse la fruta que caía, sin curarse de averiguar si de esto dependía que los
planetas no cayesen”. Y el delta, que estaba poblado y produciendo a su
modo, no tenía para él un fin práctico civilizado aún, es decir, estar
integrado racionalmente al mercado capitalista y liberal, que era el modelo de progreso de la época. Por eso había que
inventarlo.
En el camino bajaron en la quinta de
una familia de labradores y allí vieron los parrales, la madera ya cortada y
vendida a buen precio, las hortalizas y los árboles frutales rebosantes. “Dios había preparado en lugar de
macadamizados y ferrocarriles, rutas viables en todas direcciones, para la
futura exportación de la masa enorme de producciones vegetales que brotarían
del simple contacto de la mano del hombre con aquella tierra feraz como
ninguna”. Superando la varadura de la barcaza por el agua baja, siguieron
camino los expedicionarios y Sarmiento seguía su propaganda. Habló de que allí “el naranjo y el durazno crecen como malezas,
las habas como arbustos, las papas y las cebollas alcanzan un desarrollo
pasmoso”. Habló de un tal señor Acuña, que al solo impulso de su mano,
había plantado sobre el Luján trescientos mil sauces, y que “poco hacendoso es el carapachayo (isleño criollo)
que no tiene en su costa diez mil membrillos.” Exageraciones aparte, no se
equivocaba Sarmiento sobre la bendición que en nuestras islas significa la
inundación, cosa que hoy muchos pretenden negar rellenándolas de barro hasta lo
increíble: “Si las islas no se anegasen, no
tendrían el valor que les da esta única circunstancia que hace su prodigiosa
fertilidad”.
Llegados al arroyo Angostura se
produjo el famoso episodio de la plantación del primer mimbre en el delta.
Allí, medio en broma medio en serio, Sarmiento pronunció un discurso como el
que sabe que está desarrollando un hecho histórico: “La tierra de las islas y el mimbre son el cuerpo y el alma. El mimbre
crece en la humedad y a la orilla de las aguas, y es la red de que el
agricultor se sirve para el mismo fin que el junco (aquí otra vez la división sarmientina
entre civilización y barbarie. El junquero es la barbarie porque sólo extrae el recurso natural y el mimbrero
es civilizado pues es un agricultor). Pero el mimbre es una producción valiosa,
que da ciento por uno, y satisface mil necesidades de la industria. Esas
fábricas de canastillas que suministran fortunas a los cesteros de Buenos Aires
se entretejerán en adelante de nuestro mimbre, y los industriales vendrán a
comprarnos por toneladas dentro de pocos años, el que hoy nos envían los
agricultores de Francia y Alemania. Para la explotación de duraznos los isleños
necesitan de mimbres, y en lugar de esas barcadas transportadas a granel y sin
clasificación posible, el rico gustará comprar fruta selecta en canastillas que
el carapachayo habrá tejido por millares en sus horas de ocio.” Luego agregó:
“Si ningún otro recuerdo hubiese de quedar en estas islas de mi presencia, sean
ustedes, señores, testigos de que hoy, 8 de septiembre, planto con mis manos el
primer mimbre que va a fecundar el limo del Paraná, deseando que sea el
progenitor de millones de su especie, y un elemento de riqueza para los que los
cultiven con el amor que yo le tengo”.
Sarmiento trajo el mimbre de Chile, y plantó el primer ejemplar en el actual arroyo Angostura.
Este simbólico hecho de importancia
histórica en nuestro delta, muestra la prodigiosa imaginación de Sarmiento y
toda la expectativa que puso él en el desarrollo de esta región. Se comprometió
por medio de la prensa y la gestión política desde el congreso, ante la burla
de la gran mayoría de los “civilizados” en la propaganda isleña, y sobre todo,
en el delicado asunto que trataremos en el próximo número y que fuera la clave
para la gran inmigración gringa que vino después: la propiedad de la tierra
para el que la trabaja.
El mimbre como otras especies exóticas que trajo el racista de Sarmiento fueron la causa de la perdida de la biodiversidad nativa que hoy infructuosamente queremos recuperar en el Delta. El humedal no es tierra de cultivo, es un ecosistema que nos da servicios mas importantes que la mercancía.
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