Durante
la gobernación del doctor Rafael Obligado, en 1856, se dictó el decreto que
concedía la tierra a los que demostrasen haberla trabajado en las islas de los
partidos de San Fernando y Las Conchas (Tigre). Esta fundamental herramienta
legal fue la llave que abrió el delta a la inmigración, que primero se hizo de
manera tímida, incipiente, para luego volverse masiva entrado el siglo XX. La
prédica del incansable Sarmiento iba teniendo su correlato en las leyes.
Del Canal San Fernando salían las embarcaciones hacia todos los rincones del Delta llevando a los gringos que venían de Buenos Aires, o habían permanecido en el Hotel de inmigrantes.
Un grupo de amigos y conocidos del
prócer, todos amantes de nuestra región gracias a su machaque incesante,
decidió formar una comisión e ir a presentarse a las autoridades para pedir la
propiedad de las tierras en las que habían invertido y trabajado. Un poco tal
vez para asegurarse lo suyo, y otro poco como ejemplo para futuros solicitantes
que deberían llegar al descubrir que en el delta se podía trabajar y vivir “civilizadamente”.
El 6 de mayo de 1860 se formó la
comisión de “poseedores y cultivadores”. Estaba compuesta por Santiago
Albarracín, Ángel Croza, Alvin Favier, Pablo Welquin y Ramón García. Puede
verse que algunos de ellos fueron partícipes del mítico viaje de exploración
por el delta que relatamos en un número anterior en el que don Domingo Faustino
exaltó las bondades de las islas a altos personajes y plantó el primer mimbre.
Los tres puntos básicos de los estatutos fundacionales establecían:
1º-
“Que las Cámaras nos otorguen la propiedad como único medio para que las islas
no queden totalmente abandonadas, siendo esa resolución una compensación justa
de nuestros sacrificios pecuniarios y personales.
2º-
Hacer resaltar los enormes gastos que hay que hacer tan sólo para preparar las
tierras, ponerlas en estado de cultivo y
conservarlas utilizables.
3º-
La Comisión estará dispuesta a dar todas las explicaciones que se le pidan y
conocimientos necesarios que se le exijan sobre la materia –emanadas de la
práctica de sus trabajos-, tendientes a ilustrar a la comisión que nombren las
cámaras o el gobierno a fin de que puedan formar una apreciación exacta.”
Estos hombres, que si bien eran en
su mayoría ricos y de extracción “civilizada” y no precisamente necesitados del
producto de sus trabajos, quisieron sentar precedentes para la colonización
isleña. Fue así como en largas discusiones en el Congreso Nacional, impulsadas
por Sarmiento, se llegó el 11 de septiembre de 1888 a la ley de Islas. Mediante
ésta se inventarió, mensuró y reguló la venta de las islas, dando prioridad
siempre a los que ya estuvieran establecidos y mostraran en las quintas su
trabajo.
Así fue como comenzaron a llegar los
“gringos”, esos seres exóticos para la población criolla que circulaba por el
delta libremente cazando, recolectando leña y fruta silvestre, asentándose en
cualquier parte. Muchos llegaban al hotel de inmigrantes de San Fernando que
estaba sobre el canal, y luego se embarcaban hacia la tierra prometida. Casi
siempre llegaban por algún pariente o amigo que relataba casi en tono
mitológico las delicias de esta tierra. También los agentes de inmigración
enviados por el gobierno a Europa bajo el alberdiano lema “gobernar es poblar”
hicieron lo suyo. Pero la realidad era otra. El caso típico modelo era el del
hombre que llegaba con su familia, se embarcaba hacia el lote que le habían
indicado acompañado por su conocido que era el único que podía identificarlo
entre la infinita selva, y allí descendía, incrédulo ante lo que veía, sin más
que los bolsos de ropa, los hijos y la mujer, en medio de esa nada salvaje,
hostil e indomable sin mas techo que las estrellas. Allí descubría que su
bendita tierra era apenas un albardón costero, y un infinito pajonal hacia el
fondo. Nada de trigo, cebada, ni ganados pastando.
Luego de mil penurias, esos gringos que
en casi ningún caso habían estado en su país de origen en contacto con la
tierra, conseguía prestada una herramienta, desmontaba, zanjeaba, plantaba,
criaba animales, vendía alguna verdura, construía un rancho precario, luego uno
mejor, hacía madera, empezaba a vender fruta, se compraba una canoa o una chata,
y se hacía un hombre respetable y algunas veces rico. También es cierto que
algunos morían trágicamente, o eran abandonados por sus familias que no
soportaban esa durísima vida.
Casi todos ellos fueron en sus vidas
europeas empleados de tiendas, militares, profesores, nobles, artesanos,
músicos. Pocos habían sido campesinos, lo que hace más admirable aún la manera
en que esos citadinos pequeñoburgueses se abrieron paso en la salvaje geografía
de nuestras islas. Vinieron de Alemania, Portugal, Polonia, Italia, España,
Rusia, Suecia, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Austria, Armenia, Grecia,
Japón, Dinamarca, etc. El delta se convirtió en la torre de Babel, en uno de
los sitios más cosmopolitas del planeta en donde se dialogaba en los idiomas
más inverosímiles.
Familia de Checos llegados a la isla un día de marea. La mujer y la hija murieron al poco tiempo. El hombre contó su trágica historia a Liborio Justo en un viaje hasta ibicuy.
Así fue como comenzaron a aparecer
de a poco nuevas quintas organizadas racionalmente. El monte blanco original
era talado para plantar frutales, los pajonales se secaban mediante zanjas para
plantar sauceálamo y hacer madera, y así la naturaleza original iba siendo
modificada junto con la vida de los
antiguos pobladores criollos, que empezaron a darse cuenta de que su
tradicional modo de vida isleño iba siendo sacudido. Además, no pocos de ellos
fueron desalojados por oscuras maniobras de algún abogado tramposo para
beneficiarse con la venta del terreno a algún gringo que llegaba con todo sus
sueños en el bolso.
Los animales empezaron a escasear. La
transformación del monte blanco ahuyentó a los ciervos, a los tigres, los
carpinchos empezaron a perder sus pajonales, y la leña empezó a ser menor en su
cantidad. Además, su vida trashumante fue obstaculizada, ya que muchos arroyos
que comenzaron a poblarse, ya no ofrecían esa privacidad y secreto tan caro a
los carapachayos.
El bichaje ya no se encontraba tan
fácilmente como antes, e incluso los nuevos propietarios prohibían expresamente
a los criollos sus incursiones de cacería. En las plantaciones hacía falta mano
de obra, y en concurso con la incipiente presencia policial, se intentaba
asentar a los carapachayos para convertirlos en peones, ya que casi nunca eran
favorecidos en las concesiones de tierras. Por esas cosas argentinas, la tierra
siempre fue a parar al gringo y el criollo al galpón.
Hubo muertes, asesinatos y
enfrentamientos. Liborio Justo consigna
un hecho muy ilustrativo: “Algunos viejos cazadores no se avienen a la
nueva situación”, relata que varios criollos “encabezados por el viejo Gamarra,
se presentaron con armas en la quinta de un poblador suizo, en Brazo Chico,
para tratar de impedir que prosiguiera un trabajo de zanjeo del otro lado del
Brasilero, hacia el Correntoso, aduciendo que se les destruía el campo donde acostumbraban
cazar. Desde luego que no lo consiguieron, ya que el tiempo no transcurre en
vano, aun para los cazadores de las islas, que nunca lo tuvieron muy en cuenta.
Por eso, las nuevas generaciones, han debido acomodarse a trabajar en las
plantaciones y a cazar, muy accidentalmente cuando la ocasión se presenta.”
Magistral obra de Lobodón Garra que relata historias del delta salvaje y agreste.
Otros relatos espeluznantes ilustran
la situación que se vivió por aquellos años en vastas zonas del delta: “A
Carlos Pujol –catalán-, hermano del finao Luis Pujol, lo mataron los Rojas,
Paranacito arriba. Les había pribido que cazaran en su campo y pidió ayuda a la
polecía. Jueron a caballo y los Rojas ispiaron de entre el pajonal, matándolos
a tiros. Después los degollaron como a ovejas y los castraron. Cuando los
llevaron alguien me dijo: ‘mire cómo loj han dejao’, pero yo di güelta la
cabeza.” Otro criollo relata: “Un día que andábamos cazando con Facundo
Raynoso, al que mataron en el Pelao, llegamos hasta una ranchada hecha así
nomás como pa cubrirse. Encontramos restos e jogones e varios días. Nos salió
toriando un perro que vino e adentro y estaba tan flaco que parecía que solo le
quedaban loj ojos. ‘Este ha estao juidando a su dueño, me dijo mi compañero.
Juimos pa dentro, y ya vimos yuyo aplastao con sangre. Maj adelante, al lao e
un sarandí, tirao boca arriba, encontramoj al cristiano. Ahí estaba cerca su
boina. Tenía un tajo en la cara y había sido degollao, ya estaba feo. Pensamos
darle sepultura, ¿pero con qué? Raynoso sacó un facón grande cavó un pozo ande
lo metimos. La mitá quedaba ajuera. Cortamos paja, chirca, y sarandí hasta
dejarlo bien tapao. Con dos palos hicimoj una cruz que atamos con un gajo. A la
noche quedamos en la ranchada. Yo, más vale, quería dirme, pero mi amigo no
tenía miedo a nada. Al día siguiente cazamos trej o cuatro nutrias, las
desollamos, y al dirnos, le dejamos la carne al perro”.
La realidad de la transformación del
delta era indetenible. El empuje de los nuevos habitantes admiraba a los
criollos pero su vida material se veía trastocada por completo, y eso impedía
que pudieran integrarse el viejo modo de vida isleño con el nuevo. También los
gringos aprendieron de los criollos las artes del río. Navegar una canoa,
repararla, construir un rancho, cuerear un ciervo o un carpincho, pescar,
aprender de las mareas y bajantes.
Muchos pasaron a ser parte del
peonaje de las cosechas, zanjeos y desmontes, y algunos pocos pudieron tener su
quinta e imitar a los europeos en sus hábitos orientados al mercado. El tiempo,
como el agua y las costas, fue desgastando las resistencias. Los gringos, como
todos los que vinieron a la Argentina, terminaron acriollándose en sus modos,
en sus atuendos –no fue raro al principio ver a serios inmigrantes cavando
zanjas o talando monte con corbata o moño-. Los hijos, argentinos, hicieron aún
más por el acriollamiento de los padres, y así, en este extraño rincón del
planeta, fue moldeándose la rara cultura isleña de fines del siglo XIX, mezcla
de gaucho superviviente y europeo con mentalidad capitalista.
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