La
impenetrable geografía de nuestras islas, sus espesos montes, sus arroyos
resguardados por embalsados y camalotes, desde mediados del siglo XIX ha sido
el más seguro refugio de todo aquél que tuviera alguna cuenta pendiente con la
justicia. La historia de los bandidos que asolaron los ríos nunca podrá ser
escrita con rigor científico, sino que para contarla hace falta acercarse a los
relatos de los lugareños, y a los muy pocos documentos accesibles de una época
en la que el delta fue un sitio regido por la única ley del más fuerte.
Hubo también deportados y escondidos
políticos de toda laya y nacionalidad, escapados de los feroces degüellos de
nuestros conflictos civiles. También los orientales encontraron aquí su lugar,
a resguardo de las venganzas de los bandos vencedores en sus disputas internas.
Muchos de ellos hallaron una nueva vida salvaje, dedicada a la caza del tigre,
del ciervo, del carpincho y la nutria, al contrabando y a la vida alzada y
montaraz. Otros organizaron verdaderas bandas que fueron el flagelo de
navegantes, pobladores e inmigrantes.
Las partidas de cuatreros que
robaban ganado en las estancias de Buenos Aires, y que, poseídos de una osadía
increíble cruzaban el Paraná a nado para comerciarlo en Entre Ríos o el
Uruguay, estuvieron a la orden del día.
Sitios puntuales, como la isla
Juncal, perteneciente al Uruguay, fue guarida y centro de un importante contrabando
entre Nueva Palmira, Carmelo y San Fernando o Tigre. Julia Lafranconi, hija del
tano Enrique que tenía la extraña teoría de que el delta crecía, (él gritaba a
los incrédulos ¡“se muove”!) cosa que lo convertía en el hazmerreír del pueblo, fue
la reina y señora de esa zona de las islas durante años. De botas, cigarro,
sombrero y carabina al hombro supo imponerse en el monte a los hombres más
feroces.
La intrincada geografía isleña fue el refugio elegido por muchos bandidos y piratas
Las autoridades, alarmadas por tal situación,
organizaron expediciones para intentar
terminar con semejante terror, tan lejano a la “civilización” por la que tanto
predicaba Sarmiento en los diarios y que ya vimos en números anteriores. Un
documento de Gualeguay, de agosto de 1874, habla de “los bandidos que se
encuentran en las islas amenazando la tranquilidad pública”, y luego dice:
“tenemos 25 carabinas y cuarenta lanzas disponibles, fuera de 40 hombres bien
armados que tiene el mayor Reynoso. Éste, con el mayor Ramírez, de Victoria,
deben volver a atacar mañana a los bandidos. Comunicaré a S.S. el resultado,
mientras tanto conviene activar con más elementos estas operaciones para
concluir cuanto antes con estos pícaros”.
En otra publicación oficial de Entre
Ríos se refleja también la preocupación del Estado al respecto: “Teniendo
conocimiento que en las islas y rincones de los departamentos de Gualeguaychú,
Gualeguay y Victoria, se abrigan individuos que atentan contra la vida e
intereses del vecindario, sin prestar obediencia a las autoridades
constituidas, y siendo urgente adoptar una medida que haga desaparecer la
alarma y la amenaza constante en que esos malos elementos tienen a los citados
departamentos…” luego consigna una serie de estrategias para el combate por
agua y los oficiales encargados de llevar a cabo la tarea.
La banda de Marica Rivero y el Correntino Malo fue el terror de las islas en la segunda mitad del siglo XIX
La más famosa banda de asaltantes
isleños fue la de la Marica Rivero, una feroz mujer “mulata y gruesa ‘e cuerpo”
según relatos. Esta célebre pirata vivió en la isla la Paloma, en la
desembocadura del Bravo con el río Uruguay. Junto a su marido, el no menos
afamado Correntino Malo, lideraban una pandilla que asaltaba los barcos que
subían por esos ríos con mercancías para venderlas más al norte. Es sabido que
los navíos debían navegar juntos de a tres o cuatro y bien armados, si no
querían ser víctimas de la Rivero. Aquél navegante que se aventuraba solo por
esos parajes, si llegaba a quedar sin viento, sufría sin piedad el saqueo y
degüello. Embarcados en pequeñas canoas, los piratas llegaban desde la costa,
trababan el timón del barco, y trepaban a cubierta para enfrentarse con la
tripulación a sangre y fuego. Se mataba todo lo vivo que hubiera a bordo y uno
de los integrantes de la banda, el capitán irlandés John Brooke, se destacaba
en su crueldad. Luego, el barco era desguazado en sus partes valiosas y echado
a pique. Esta brava mujer, cuya historia se relata hoy en la obra teatral “El
Ojo del Río”, del grupo de teatro del arroyo Felicaria, fue perseguida aguas
abajo hasta que se refugió en la zona hoy llamada los Bajos del Temor. Continuó
sus andanzas hasta que tiempo después una partida le dio alcance. Fue atrapada
junto a algunos de sus piratas, que sufrieron una atroz muerte: un día de agua
baja, los estaquearon en las playas del Río de la Plata, y sólo hubo que esperar
la marea para terminar con el flagelo de la Marica Rivero.
El Correntino Malo, que había logrado
huir y volver al norte, no tuvo mejor suerte. Un documento afirma: “La boca del
Tigre y Lechiguanas eran guaridas por el año 1880 del famoso bandido el Correntino,
a quien la policía de Gualeguay dio muerte guiada por una de sus víctimas.”
Otros famosos forajidos de nuestras
islas son Claudio Rizzo, Grimbau, Oyuela, Brizuela y Martín el Retobao. Todos
ellos fueron el terror de la zona de las islas del Ibicuy y a menudo, como la
Rivero, bajaron hasta los bajos del Río de la Plata para aprovechar la varadura
de los barcos mercantes.
La autoridad del Estado en las
impenetrables islas se limitaba a algunas pocas incursiones policiales, o a las
raras veces que algún trasnochado funcionario caía para intentar cobrar a los
carboneros algún impuesto, que no pocas
veces era pagado a los tiros.
El "Talita" fue atacado a balazos en el arroyo el Ceibo
El pequeño barco “Talita”, que Domingo
Faustino Sarmiento donó a la subprefectura, y que surcaba el Paraná Bravo
haciendo flamear la bandera argentina por esos rincones indómitos, una vez, al
aventurarse por el Ceibo, le hicieron volar la chimenea a balazos desde la
costa.
El escritor Liborio Justo, en un relato
suyo consigna las palabras que un viejo islero le dijo allá por la década del
40: “Tiempoj aquellos, señor, tiempoj aquellos. Se veían caras pero pocos
corazones. Caras con largas barbas y muchas cicatrices. El que no tenía una
muerte tenía diez y nadie le pedía cuenta e eso. Las mujeres escasiaban y algunas
hasta se vendían. Había quienes compraban chicas pa hacerlas su mujer cuando
jueran grandecitas. Antes no eran muchos los que se animaban a dentrar en laj
islas y más de uno dentró y no salió nunca.”
Fueron los bravos tiempos en los que aún
no se había logrado la conversión del salvaje carapachayo en el industrioso farmer
que idealizó Sarmiento. El posterior poblamiento y la incorporación del delta
al mercado capitalista organizado amansó un poco al isleño –aunque todos
sabemos que nunca del todo-, y fue arrinconando cada vez más a los feroces
refugiados de la selva.
La particular geografía de nuestra
región favorece el secreto y el escondite. Ya sea por cuentas con la justicia,
por marginación social, sexual, moral, religiosa y política en el mundo urbano,
o por simple deseo de soledad, el delta ha ofrecido siempre a sus pobladores la
oportunidad de una nueva vida. Por algo en casi todos los libros y relatos sobre
la isla, una idea ronda obsesivamente sus páginas, una suerte de lema que habla
de la discreción con la que ha de tratarse siempre a los paisanos: “el isleño no hace preguntas, al isleño no
se le pregunta; el isleño no tiene pasado”.
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