A
fines del siglo XIX se vivía el pleno auge de la inmigración europea en las
islas. La región había sido radicalmente transformada en las dos últimas décadas
por la acción emprendedora de los nuevos isleños, cambiando los modos de
producción y la relación del hombre con el territorio. Las leyes de
colonización del 1888 fueron la herramienta legal para que los gringos recién
llegados se sintieran dueños de sus quintas y tuvieran el ánimo de emprender
las titánicas tareas que realizaron.
Ante semejante aumento de la
población, el dinamismo económico que tomó una región hasta entonces marginal y
olvidada, y el peso político que implicó el crecimiento demográfico en zonas
como el delta de San Fernando, cuyos habitantes años más tarde podían por su
número torcer elecciones en ese partido, el Estado debió tomar cartas en el
asunto isleño.
En 1894, el gobernador Udaondo comisionó al
ingeniero agrónomo Antonio Gil para que recorriera la zona y elevara un informe
sobre la situación en las islas. El verdadero motivo era la intención de crear
en el Delta un pujante polo de producción forestal y agrícola, todo lo cual ya
existía gracias a los esfuerzos individuales de los tenaces isleños que hasta
ese momento no habían recibido ayuda de ningún tipo.
El ingeniero agrónomo Antonio Gil elevó un valioso informe al gobernador sobre el estado del Delta. Su interés era buscar un polo forestal cerca de Buenos Aires.
Al mismo tiempo se creó una Comisión
de Fomento integrada por los señores Juan Müller, Amancio Williams, Enrique
Navarro Viola, Carlos Altgelt y Carlos Cernadas, todos ellos profundos conocedores
del Delta, con el fin de recomendar al gobernador las medidas apropiadas para “desarrollar la población y el cultivo en
las islas, y fomentar todo esfuerzo que se haga en ese sentido”.
El ingeniero Gil quedó así obligado
a someter sus estudios a esta comisión, con la cual tuvo serias diferencias,
como suele suceder hasta hoy entre funcionarios y los pobladores isleños,
únicos verdaderos conocedores de la región.
El primer recorrido del comisionado
fue por los arroyos Cruz Colorada, Toro, Torito, Espera, Esperita, Capitán,
Caraguatá y Carapachay. En el informe asegura que estas vías están por completo
cerradas a la navegación gracias a las mareas y la sedimentación. “Un ejemplo palpable de lo que afirmo es la
que se observa en los arroyos Cruz Colorada, Caraguatá y Carapachay. Los dos
primeros se hallan reducidos a zanjas que no permiten ni el pasaje de un bote,
en marea baja, siendo público y notorio que hace pocos años pasaban sin
dificultad embarcaciones de regular calado. El Carapachay ha sufrido una
disminución de 20 metros de ancho en su boca sobre las Palmas, en el término de
cuarenta años según afirman vecinos”, asegura Gil. Y aquí es donde el
funcionario mete la pata por desconocer por completo el empuje del isleño. Dice
en su informe: “No hay duda, que si
hubiera entre los propietarios espíritu de asociación, podrían con pocos gastos
abrirse canales transversales hacia los arroyos navegables con lo que
facilitarían los medios de comunicación.”
La Comisión de Fomento no tardó en
replicar a Gil, e informarle que los arroyos que él menciona “hace más de un siglo que no son navegables
para embarcaciones de gran calado, y al contrario, hace cuarenta años estos
estaban completamente cerrados y fueron reabiertos gracias a la iniciativa
particular”. Además la Comisión refutó la recomendación de Gil de hacer
embarcaderos públicos para carga y descarga, “ya que sería recargar con fletes y gastos inútiles, ya que cada isla
es un embarcadero y no habría objeto alguno en trasladar los frutos a un solo
punto, cuando se pueden remitir directamente al mercado de consumo desde las
mismas islas”.
Otro
punto de discordia fue el tema del cultivo del manzano. Gil en su informe se
limita a recomendar esta fruta sin mencionar otras. Dice en el informe: “Pocos árboles frutales ocupan la extensión
de éste en la sección primera de las Islas del Paraná”. Allí habla de las
variedades Rayada, Cara Sucia, Banco, y Palmira de Montevideo, injertadas en
pies de membrillo. La Comisión hace la objeción a Gil de que no habla de los
duraznos, que se cultivan desde la época de la colonia y como decía Sarmiento, “eran de crecimiento espontáneo” por los
buenos resultados que daba. La Comisión de Fomento recomienda el cultivo de la
morera y el gusano de seda. Incentiva los viñedos, las legumbres, los olivos, y
el tabaco. Hay que decir que ya los isleños venían experimentando con todos
estos cultivos con diversos resultados.
Por el río Carabelas, el ingeniero
Antonio Gil conoció un Delta diferente. Se dio cuenta de que las inundaciones
frecuentes que sufría la Primera Sección no repercutían allí con la misma
intensidad. Además refleja ya la transformación que se venía haciendo en la
geografía de las islas: “Hace 17 años que
los habitantes de Carabelas no han sufrido desastre alguno por causa de las
mareas, y no hay duda que si hoy (1894) se repitieran las grandes crecientes
del Paraná, sus efectos no serían tan destructores como en otras épocas debido
a los numerosos zanjeos.”
Por el informe de Gil se conoce que en el Delta medio hay ganadería desde el siglo XIX
Por el Carabelas Gil encuentra
algunos sembrados de cereales en los albardones y muy pocos frutales. Como
muchos que luego se desengañaron, dice: “una
cuadra de maíz tiene un rendimiento medio de 3000 a 4000 kilogramos”. Ya vimos
en números anteriores la frustración de los gringos ante las mareas que
destruían sus granos. Adentrado en las islas, encuentra que muchos isleños
criaban ganado ya en desde esa época en el Delta, actividad que hoy desde
algunos sectores es cuestionada por el impacto ambiental que provoca. Ya en esa
época Gil consigna unos “5000 vacunos, 200
caballos, 200 porcinos y 200 ovinos”. También menciona la existencia de
“lecherías” que elaboraban quesos en el lugar. Al ver muchas tierras
improductivas fiscales, Gil recomienda dividirlas en quintas de 50 a 100
hectáreas y entregarlas a los productores.
En su recorrida por el Carabelas, el
comisionado del gobierno de Buenos Aires encuentra fábricas de tejas, ladrillos y baldosas. “La primera de éstas fue fundada en el año
1877 por Leopoldo Pruedes. Fue este señor que promovió la apertura de Carabelas
hasta Paraná Guazú”. Este mismo isleño había intentado la fabricación de
café de achicoria cultivando la variedad de Magdeburgo. Es notable que hoy en
día existan todavía en pie viviendas hechas con los ladrillos y las tejas que
hacían estas fábricas. Incluso pueden verse ladrillos con los apellidos de los
compradores grabados, o de los propios fabricantes.
Los fabricantes de ladrillos podían grabar el apellido del comprador en ellos.
Gil relata que esa zona de las islas
era la que abastecía de papas a la ciudad de Buenos Aires algunos años atrás,
pero que a causa de bajas de precio e inundaciones, una gran parte de los
isleños que producían este cultivo emigró, y los que se quedaron se dedicaron a
la fruticultura. Veremos que años más tarde, la misma causa –caída de precios
por competitividad de otras zonas e inundaciones- sería la muerte de la
fruticultura y la emigración de estos pobladores.
En diciembre de 1894, el ingeniero
recorre la zona de Miní, Chaná, Barquita y Paycarabí donde encuentra gran
cantidad de plantaciones de frutales y álamos. Allí Gil nota que se trata de
una región de islas bajas, por lo que recomienda “abrir canales que lleven las aguas de los repuntes para adentro a fin
de hacer que crezcan estas tierras” (por la sedimentación). Además
recomienda el uso de endicamientos. Si bien no encontró plantaciones, imagina
que esta región “sería óptima para el
cultivo del arroz”. Aquí sí menciona el funcionario a los durazneros, “que ocupan en las quintas grandes
extensiones gracias a la fácil multiplicación y al buen precio”.
Antonio Gil termina su informe de
1894 alarmado por la incomunicación en la que se encuentran los isleños del
bajo delta: “Semanas enteras permanecen
las embarcaciones en la desembocadura del Paraná Miní, sin poder salir por
falta de agua, y tanto la fruta como las legumbres que tan bien se producen en
los albardones de estas islas, se pierden por la razón apuntada. Sería
necesario el dragaje de una boca cualquiera, pero la más indicada sería la del
Paraná Miní.”
Pese a algunos desconocimientos de
la región, y a las objeciones de que fue blanco el ingeniero Antonio Gil, debemos
reconocer que su informe es gran valor histórico, ya que nos permite reproducir
una época de las islas que ya no está. En su detallado trabajo vemos el inicio
de la edad de oro de la producción en las islas del Delta, con su
diversificación a variadas ramas de la industria y el agro, y el empuje de los
pobladores que fueron llegando a la isla en las últimas décadas del siglo XIX.
También podemos ver que muchos problemas que aquejaban a los isleños de
entonces, como el de los dragados de arroyos y canales para sacar los frutos
del Delta, según denuncian actualmente los productores en populosas asambleas,
continúan sin resolverse hasta el día de hoy.
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