Para la época de fines del siglo XIX en
la que los primeros inmigrantes europeos comenzaban a llegar a las islas
empujados por las crisis de la revolución industrial en el viejo continente que
generaba cíclicamente una inmensa masa de hombres desocupados y hambrientos, disponibles
para el trabajo en otros países, ya que en los propios sobraban, Santiago
Albarracín, en su libro “Apuntes sobre
las islas del delta argentino” consigna una cantidad de 248 pobladores
criollos establecidos con sus familias en las islas de San Fernando. Este dato
nos muestra que no todos los carapachayos eran nómades o tan movedizos.
Pero la llegada de los gringos iba a
transformar por completo el estilo de vida isleño que existía hasta entonces. Los
escapados del hambre europeo arribaron alentados por las facilidades que las
leyes de colonización les daban para el acceso a la tierra en el Delta, y una
mentalidad que no terminaba en la mera subsistencia gaucha del islero
tradicional, sino que buscaba una vida orientada hacia mejoras materiales,
inmersa en el mercado capitalista para la producción y el crecimiento económico
familiar primero, y de la región después.
Bajo el lema: “un paisano ubica a otro paisano”, la inmigración fue radicándose
en diferentes arroyos por nacionalidades cuyos casos más representativos son:
los vascos del Carabelas, Paicarabí y Canal Cinco; franceses en el Toro,
Torito, Espera y Esperita, genoveses en Canal Alem, alemanes en las islas del
Ibicuy, donde además había polacos, griegos, húngaros, checos, rusos; holandeses
en el Carapachay, etc.
Familia de inmigrantes en un rancho quinchado
Hay que destacar también la acción
colonizadora de hombres como Nicolás Ambrosoni, Juan Müller, Higinio Herrera,
Luis Viaggio y muchos otros que mediante la venta de tierras con facilidades,
con alimentos a largo plazo, o ayudando a la radicación de gente trabajadora de
mil maneras hicieron posible el establecimiento de estas familias en la dura
geografía de las islas.
Además de los enfrentamientos, muchos de
ellos trágicos, que hubo entre los antiguos pobladores criollos y los nuevos
gringos que llegaban, y que vimos en números anteriores, también comenzó un
“agringamiento” del criollo en su visión de explotación de las tierras, y un
extraordinario “acriollamiento” de los europeos, que en menos de una generación
ya habían aprendido todos los secretos de las islas, que a su vez los paisanos
habían aprendido de los indios que aún surcaban los arroyos: la forma de
sortear las mareas y las bajantes, la manera de cazar y utilizar el bicherío de
la zona, a reparar una canoa o las mañas para obtener una buena pesca.
Si bien la vegetación original de las
islas llamada “Monte Blanco” ya venía siendo modificada de cierta manera debido
a la desordenada tala para leña y carbón, la introducción de especies exóticas
no masiva aún, o pequeñas explotaciones forestales, con la incorporación del Delta
al mercado capitalista que se inició a fines del siglo XIX, esta transformación
se radicalizó aceleradamente.
Hacia 1860, el Delta ya comenzaba a
producir maderas para diversos usos urbanos y rurales, se sistematizaba la caza
y la venta de pieles de nutria y carpincho, y hasta se intentaron algunos
fallidos sembrados de trigo y maíz en los albardones, cuyos ilusos promotores
se desalentaron tras las sucesivas mareas.
El llamado "Monte Blanco" fue cambiado por frutales o plantaciones de álamo
Dice don Sandor Mikler sobre estos
primeros inmigrantes: “Se sabe por
referencias muy diversas que se ha practicado la agricultura en diversos
grados. Se ha sembrado trigo y maíz en los grandes albardones, en realidad,
toda la vida primitiva del Delta se desarrolló en los albardones. Allí se
plantaban los durazneros que durante mucho tiempo se suponía de crecimiento
espontáneo. Se atribuye a los inmigrantes franceses los primeros cultivos del
álamo Carolino. Los primeros cultivadores del sauce llorón se pierden en esta
bruma del pasado. Los primeros álamos carolinos fueron empleados con gran éxito
en la carpintería. El mejor testimonio es la casa, casi centenaria, de Blondeau
en Carabelas, que todavía conserva sus puertas y ventanas de esta madera,
aserrada a mano”.
La transformación ejercida en la región
con la llegada de los inmigrantes fue tal que el paisaje -en el que
anteriormente podía verse a algunos pocos carapachayos que tenían sus pequeños
huertos, animales y precarios establecimientos-, se convirtió en una sucesión de
costas desmontadas y plantadas con frutales de todo tipo, con álamos, sauces, y
la construcción de nuevas viviendas que, siendo siempre sencillas, eran
mansiones al lado de los ranchos de los viejos gauchos del agua.
Santiago Albarracín agrega en su libro: “El Delta, compuesto de un archipiélago de
islas que han permanecido algunos siglos desiertas (cosa que ya demostramos
en números anteriores que no era tan así), ha
empezado a poblarse vertiginosamente a tal punto que, de un momento a otro,
Buenos Aires ha podido agregar a su mapa un departamento nuevo, en el que
instantáneamente se han aglomerado capitales por millones y una de las
poblaciones más consumidoras del Estado”.
Los frutales pasaron a ser el paisaje característico del Delta.
Si bien el delta nunca estuvo despoblado
–recordemos a los viejos Chanáes, que tuvieron una población isleña que se
estima en 6000 personas, o los criollos que fueron afincándose luego o
explotando los recursos naturales, a mediados y fines del siglo XIX asistimos a
una radical transformación de la “isleñidad” en todos los órdenes: económico,
poblacional, cultural y ambiental. En próximas entregas iremos profundizando en
algunos de estos aspectos del “ser isleño” que fueron siendo modificados.
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