sábado, 19 de abril de 2014

BUSCANDO EL “SER ISLEÑO” . 7ª Entrega: “La transformación”

Para la época de fines del siglo XIX en la que los primeros inmigrantes europeos comenzaban a llegar a las islas empujados por las crisis de la revolución industrial en el viejo continente que generaba cíclicamente una inmensa masa de hombres desocupados y hambrientos, disponibles para el trabajo en otros países, ya que en los propios sobraban, Santiago Albarracín, en su libro “Apuntes sobre las islas del delta argentino” consigna una cantidad de 248 pobladores criollos establecidos con sus familias en las islas de San Fernando. Este dato nos muestra que no todos los carapachayos eran nómades o tan movedizos.
Pero la llegada de los gringos iba a transformar por completo el estilo de vida isleño que existía hasta entonces. Los escapados del hambre europeo arribaron alentados por las facilidades que las leyes de colonización les daban para el acceso a la tierra en el Delta, y una mentalidad que no terminaba en la mera subsistencia gaucha del islero tradicional, sino que buscaba una vida orientada hacia mejoras materiales, inmersa en el mercado capitalista para la producción y el crecimiento económico familiar primero, y de la región después.
Bajo el lema: “un paisano ubica a otro paisano”, la inmigración fue radicándose en diferentes arroyos por nacionalidades cuyos casos más representativos son: los vascos del Carabelas, Paicarabí y Canal Cinco; franceses en el Toro, Torito, Espera y Esperita, genoveses en Canal Alem, alemanes en las islas del Ibicuy, donde además había polacos, griegos, húngaros, checos, rusos; holandeses en el Carapachay, etc.


Familia de inmigrantes en un rancho quinchado 

Hay que destacar también la acción colonizadora de hombres como Nicolás Ambrosoni, Juan Müller, Higinio Herrera, Luis Viaggio y muchos otros que mediante la venta de tierras con facilidades, con alimentos a largo plazo, o ayudando a la radicación de gente trabajadora de mil maneras hicieron posible el establecimiento de estas familias en la dura geografía de las islas.
Además de los enfrentamientos, muchos de ellos trágicos, que hubo entre los antiguos pobladores criollos y los nuevos gringos que llegaban, y que vimos en números anteriores, también comenzó un “agringamiento” del criollo en su visión de explotación de las tierras, y un extraordinario “acriollamiento” de los europeos, que en menos de una generación ya habían aprendido todos los secretos de las islas, que a su vez los paisanos habían aprendido de los indios que aún surcaban los arroyos: la forma de sortear las mareas y las bajantes, la manera de cazar y utilizar el bicherío de la zona, a reparar una canoa o las mañas para obtener una buena pesca.
Si bien la vegetación original de las islas llamada “Monte Blanco” ya venía siendo modificada de cierta manera debido a la desordenada tala para leña y carbón, la introducción de especies exóticas no masiva aún, o pequeñas explotaciones forestales, con la incorporación del Delta al mercado capitalista que se inició a fines del siglo XIX, esta transformación se radicalizó aceleradamente.
Hacia 1860, el Delta ya comenzaba a producir maderas para diversos usos urbanos y rurales, se sistematizaba la caza y la venta de pieles de nutria y carpincho, y hasta se intentaron algunos fallidos sembrados de trigo y maíz en los albardones, cuyos ilusos promotores se desalentaron tras las sucesivas mareas.

El llamado "Monte Blanco" fue cambiado por frutales o plantaciones de álamo



Dice don Sandor Mikler sobre estos primeros inmigrantes: “Se sabe por referencias muy diversas que se ha practicado la agricultura en diversos grados. Se ha sembrado trigo y maíz en los grandes albardones, en realidad, toda la vida primitiva del Delta se desarrolló en los albardones. Allí se plantaban los durazneros que durante mucho tiempo se suponía de crecimiento espontáneo. Se atribuye a los inmigrantes franceses los primeros cultivos del álamo Carolino. Los primeros cultivadores del sauce llorón se pierden en esta bruma del pasado. Los primeros álamos carolinos fueron empleados con gran éxito en la carpintería. El mejor testimonio es la casa, casi centenaria, de Blondeau en Carabelas, que todavía conserva sus puertas y ventanas de esta madera, aserrada a mano”.
La transformación ejercida en la región con la llegada de los inmigrantes fue tal que el paisaje -en el que anteriormente podía verse a algunos pocos carapachayos que tenían sus pequeños huertos, animales y precarios establecimientos-, se convirtió en una sucesión de costas desmontadas y plantadas con frutales de todo tipo, con álamos, sauces, y la construcción de nuevas viviendas que, siendo siempre sencillas, eran mansiones al lado de los ranchos de los viejos gauchos del agua.
Santiago Albarracín agrega en su libro: “El Delta, compuesto de un archipiélago de islas que han permanecido algunos siglos desiertas (cosa que ya demostramos en números anteriores que no era tan así), ha empezado a poblarse vertiginosamente a tal punto que, de un momento a otro, Buenos Aires ha podido agregar a su mapa un departamento nuevo, en el que instantáneamente se han aglomerado capitales por millones y una de las poblaciones más consumidoras del Estado”.

Los frutales pasaron a ser el paisaje característico del Delta.


Si bien el delta nunca estuvo despoblado –recordemos a los viejos Chanáes, que tuvieron una población isleña que se estima en 6000 personas, o los criollos que fueron afincándose luego o explotando los recursos naturales, a mediados y fines del siglo XIX asistimos a una radical transformación de la “isleñidad” en todos los órdenes: económico, poblacional, cultural y ambiental. En próximas entregas iremos profundizando en algunos de estos aspectos del “ser isleño” que fueron siendo modificados.






No hay comentarios:

Publicar un comentario