Recordando a Julín Por Diego Domínguez
Julio Gadea falleció en estos días de enero de 2012. Más bien se lo conocía como Julín, y seguramente se lo recordará por su infinito humor. Siempre algún chiste picante tenía, y a todos robaba una sonrisa de alma, porque en el fondo sus cuentos y frases graciosas dejaban entrever inocencia y cariño. Julín regalaba con su presencia cierta alegría mezclada con la nostalgia de quien extraña y quisiera volver a un tiempo y un lugar de enorme felicidad en el pasado.
Así era Julín solo en parte, y es muy difícil en pocas palabras describir a una persona. Julín también era originario del arroyo Anguilas y Paloma, era un islero, un pescador, un junquero, uno de esos hombres cuya experiencia de vida le ha ensañado el coraje. Julín era un sobreviviente, un luchador. En estos años, cuando ya su corazón fallaba casi por completo, y cuando la diabetes amenazaba con arrinconarlo en cualquier momento, él salía a trabajar de lo que fuera, o se mandaba por las islas porque allí se reencontraba con una sensación de plenitud y dicha, y se reencontraba incluso con los rincones de su niñez, de la tierra de sus padres.
Es posible que Julín haya muerto en paz, aunque no esperaba irse aún, porque hay que decir también que lastimosamente fue uno de esos hombres, como la mayoría, que mueren sin conocer la justicia de arriba, la que solo entienden los abogados y los patrones, aquella que se parece mucho con la telaraña que solo atrapa al bicho pequeño.
A Julín, en 2008, le quemaron su casa en el arroyo Anguilas y Paloma. Fueron los sicarios del dinero y la rapiña inmobiliaria. Y cuando la quiso levantar de nuevo, vinieron las fuerzas de seguridad del Estado, que deberían velar por la comunidad, y lo increparon, lo intimidaron, diciéndole que no podía reconstruir su casa, que esas tierras (las mismas donde él había nacido), eran propiedad privada.
Desde entonces la salud de Julín se desbarrancó. Había calado hondo en él la desdicha de que siendo islero, hijo de isleros, tuvo que ser testigo de cómo arrasaban con las islas. Y se fue Julín, sin que los responsables paguen por sus delitos y atropellos.
Pero si esto es verdad, si Julín partió sin que las cosas estuvieran en su lugar, no es menos verdad que él guardaba una esperanza. No cualquier esperanza, no la de esperar desesperando y resignándose, sino la esperanza que se tiene cuando se comienza un camino elegido, querido. Porque buscar algo con gusto es un camino sanador.
En la última entrevista periodística que le hicieron para conocer el conflicto por las tierras del Anguilas, Julín, emocionado por el recuerdo dolido del tiempo pasado de sus padres que allí vivían, y por su amargura ante las injusticias vividas, hizo una pausa y dijo: “…ahora estoy mejor porque estamos en el galpón con los muchachos”. Él se refería al galpón de la cooperativa desde donde resistimos y defendemos el arroyo Anguilas y Paloma, y así también el Delta.
Por eso, es verdad, Julín como tantos no conoció la justicia de los poderosos, pero hay una verdad más grande aún. Los que lo conocimos a él, tenemos la certeza de que Julín se fue sabiendo que la solidaridad entre los de abajo existe, y que si hay lucha hay esperanza. Así lo recordaremos, y siempre que lo nombremos estaremos haciendo memoria de la esperanza que él tenía, y que también es la nuestra.
Diego Domínguez para Boletín Isleño
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