¿Dónde está
inserta nuestra querida isla? ¿Es realmente como a veces pensamos un paraíso
aislado en el que el sistema mundial queda afuera?
Los
hombres actuales somos la pieza fundamental de la ecuación
SACAR-PRODUCIR-USAR-TIRAR. Nos convertimos en ella cuando nos subimos a la
carrera demencial del consumo desenfrenado, cuando nos bautizamos –en las aguas
del masivo “salir a comprar”- para ingresar a la actual Religión de la
Comodidad Total, nuestro nuevo Nirvana predicado por los sacerdotes del Culto
2.0: los publicistas.
Todos esos
nuevos dioses por los cuales el hombre urbano medio actual desfallece en estados
de éxtasis como los que experimentaban los santos medievales son los objetos
tecnológicos, autos, productos de belleza personal, alimenticios, ropa, o
espacios sociales de pertenencia. Todos ellos, dioses planificadamente obsoletos
en cortos lapsos de tiempo por señores malos de corbata, tienen detrás una
larga y oscura historia de extracción de materia prima, traslados infinitos por
los mares del globo, explotación de la mano de obra, contaminación, devastación
de zonas increíblemente grandes y un sofisticadísimo sistema publicitario que ya
no vende productos, sino que predica a sus fieles determinados estilos de vida.
Todo
está mercantilizado y se puede comprar: el agua, las montañas, los bosques, la
pampa, los hombres y la psiquis de los hombres. Pero las consecuencias de esta
siniestra ecuación lineal infinita: SACAR-PRODUCIR-USAR-TIRAR, en un planeta de
recursos finitos, no son vistas desde la
gran ciudad. Las COSAS están allí, en los templos del Culto 2.0 –los shoppings-
y sólo basta ir, comprar, usar, tirar, volver, comprar, usar, tirar, no hace
falta preguntarse absolutamente nada.
El
sistema extractivo necesario para nuestra ecuación tiene su división
internacional del trabajo, de la contaminación, y del consumo. Cada región,
incluso dentro de los países, tiene su lugar y tarea asignada. En la tierra, no
importa ya su calidad, se planta soja. Hay que sacar todos los árboles y a los
hombres para plantar soja. Los que se queden, se joden, porque para que crezca
bien el poroto hace falta fumigar con glifosato, elemento rechazado cada día
más por las enfermedades que genera, denunciadas ya mundialmente. De las
montañas sacan cosas misteriosas que no sabemos muy bien para qué se usan, pero
dicen que para hacer todo lo que desvela los sueños del hombre urbano actual:
celulares, la computadora desde la que escribo estas líneas, aparatos para
escuchar música, etc.
¿Y el Delta?
¿Qué tiene que ver en todo esto? También tiene su división: En la segunda y
tercera sección (y también podríamos hacer allí distinciones), la región fue
destinada hace más de 120 años a ser exclusivamente un polo forestal. Ya
estudiamos en nuestro Boletín, cómo en 1894, el ingeniero Antonio Gil fue
enviado por el gobierno para hacer el relevamiento de la zona que había sido
designada por la oligarquía gobernante (que no cedería un palmo de sus campos
para plantar árboles que le quitaran pasturas a sus vacas) para abastecer de
madera para papel a la Argentina.
Unas difíciles
condiciones, y ningún apoyo del Estado acabaron con la mayor región frutícola
hasta mediados del siglo pasado. Una producción que ocupaba muchas manos y que
requería de una fuerte presencia del isleño en la quinta. Pero el Delta nunca
pudo salir de ser un satélite del sistema que imponía la demanda de Buenos
Aires. Divididas artificialmente las islas y gobernados siempre por pajueranos,
los isleños no pudieron decidir por sí mismos desarrollar una industria propia
y agregar valor a sus producciones locales. Simplemente se tuvieron que ir.
Desde
allí, el destino forestal asignado no se detuvo: despoblamiento, escaso empleo
de mano de obra local, y precios de hambre provocados por la concentración de
la demanda (básicamente, Papel Prensa es la única compradora de madera de la
zona) y una dispersión de la oferta (pequeños productores sueltos o asociados
en alguna cooperativa por un lado, y fuertes forestadores dueños de grandes
campos ya organizados como sociedades anónimas por otro). Esto obliga a los escasos pequeños productores que quedan
viviendo en sus quintas chicas, a diversificarse con el mimbre y el junco, sin
ningún apoyo oficial de ningún tipo para poder tener una vida de mera
subsistencia, y poder resistir casi heroicamente la tentación de vender su
tierra a alguna gran empresa por
monedas, para que ésta la incorpore a su ya gran concentración de tierra.
Si
a esto le sumamos la nula oferta de vida social para los jóvenes en la segunda
o tercera sección, y su tendencia a irse al pueblo para buscar otra vida, se
trata de un incentivo aún mayor para que el quintero piense en dejar todo en
manos de una empresa grande e irse con sus pesos al otro lado del río.
Las islas como
apéndice del sistema mundial, aceptan su rol de segunda sin chistar. La pampa
necesita espacio para soja, las vacas a los feedlots o la isla.
Más cerca de
la ciudad, en la primera Sección, las islas tienen otro rol asignado: la de ser
un complejo residencial y de esparcimiento para gente de alto poder
adquisitivo: El paraíso a treinta kilómetros de Buenos Aires. Un paraíso soñado
en las rayas de cocaína de algún arquitecto con estudio en Puerto Madero.
Este es el
drama de los isleños que viven más cerca de la ciudad. Ven la tierrita que
eligieron para vivir tranquilos en la mira de gente que no le interesa nada más
que expulsarlo para poder negociar con su tierra. El isleño en la Primera
Sección es tan sólo un estorbo para los negocios inmobiliarios y turísticos.
Por todos los
medios se intenta hacerlo vender: haciéndole imposible la paz con un turismo
que muestra cada temporada lo devastador que es, con una inercia total ante
hechos de inseguridad de muy fácil resolución, con un aumento permanente en los
impuestos, con una presión inmobiliaria que sube por las nubes los precios de
los terrenos en la zona, con un progresivo y agobiante aumento de
reglamentación y encarecimiento de todos los aspectos de su sencilla vida: en
la construcción, en la embarcación, en la imposible habilitación de cualquier
pequeña iniciativa comercial que desee emprender el isleño, obligándolo siempre
a vivir fuera de la ley. Lo ideal es esto: que el isleño se harte, venda su
terreno por una buena plata al “emprendedor” que viene detrás, y que pondrá un
concheto “Lodge & Spa” donde al isleño sólo le cabrá ser el mozo, la
mucama, y el que corta el pasto, puesto que hoy ni siquiera le quedará
construirlo, ya que con preocupación creciente, vemos como cada vez más en la
isla trabajan con personal traído de afuera empresas constructoras porteñas.
Así las cosas,
todo se va encadenando: el lamentable estilo de vida actual, en el que el
individuo es sólo un consumidor lleno de necesidades, obsesivamente
insatisfecho, lleva hasta a los más remotos rincones de la tierra la
devastación, la desigualdad social, la explotación y la destrucción de la
naturaleza. Y por supuesto, el Delta no queda afuera de la voraz maquinaria del
consumismo y la mercantilización de todos los aspectos de la vida moderna. Sólo
se salvará el Delta cuando esté manejado desde aquí, por gente de aquí que vea
con ojos isleños.
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