No es mucho lo que ha llegado a nosotros
de la vida de nuestros primeros paisanos isleños, los chanáes. Se trató de un
pueblo islero, pescador y canoero, integrante de la gran familia guaraní. Ellos
hablaban el güenoa, un idioma guaranítico con el que se han hallado similitudes
al de los charrúas de la banda oriental.
Todavía
pueden verse en algunos arroyos los “cerros” que construían los indios para
enterrar a sus muertos. Sobre el arroyo Martínez, en la boca del Sagastume, el
escritor Liborio Justo desenterró en 1943 huesos, una calavera, y gran cantidad
de objetos de cerámica.
Esta
rama de los guaraníes pudo haber llegado a las islas inferiores del delta (que
a la llegada de los españoles sólo llegaba hasta Campana) buscando en grandes
migraciones desde el corazón del Amazonas la llamada “Tierra Sin Mal”. Algunas
estimaciones hablan de una población isleña de seis mil habitantes.
El Chaná es el pueblo guaranítico que más al sur se ha registrado, con una población isleña de 6 mil habitantes
"Iwy
Mara`ey" es el paraíso al cual se retiró el héroe civilizador luego de haber
creado el mundo y haber dado a los hombres los conocimientos esenciales para su
supervivencia. Allí llegan los muertos tras duras pruebas. Es el destino de los
chamanes y de los valientes guerreros. Pero también los vivos pueden llegar a
este paraíso (muchos siguen llegando al delta en su busca y se vuelven
isleños). Para llegar en vida, hace falta haber tenido el valor y la constancia
de observar las normas de vida de los antepasados: su relación con la naturaleza,
con el tiempo, con el río, con el trabajo, con la inundación. Esta ley de los
chanáes está hoy vigente en el delta, ya que cada vez que no observamos la
forma de vida de nuestros antepasados en la isla, el paraíso nuestro corre
peligro de dejar de existir.
Se
han hallado algunas canoas en las que se desplazaron por todo el delta. Eran
canoas de cedro o de timbó, llegaban a medir hasta veinte metros y en ellas
podían viajar cuarenta remeros. En ellas hacían la guerra, pescaban y cazaban.
Su arma preferida, con la que eran infalibles, era el arco y la flecha. También
usaban hondas y mazos de hueso. Almacenaban el pescado secándolo al sol, y
recolectaban los frutos de la infinita cantidad de palmeras que por entonces
existía y que estaba prohibido cortar.
Cuando
más tarde fue derrotado por los españoles, este pueblo movedizo y cazador fue
sufriendo una drástica modificación en su existencia libre. Juan de Garay, en
1580 repartió tierras a los indios que quisieran asentarse como agricultores.
Así,
muchos fueron recibiendo parcelas de tierra que cultivaban con el sistema de
roza, es decir, desmontando y quemando para ampliar los terrenos cultivables.
Construían
sus casas con paja brava y barro, y usaban el caraguatá –una planta nativa, de
hojas largas y aserradas, abundante aún hoy en el delta-para con sus fibras
fabricar vestidos. También usaron los cueros de la nutria y el carpincho para
confeccionar su ropa.
Se
ha hallado gran cantidad de alfarería en el delta. Aún hoy los alfareros alaban
la calidad del barro isleño y trabajan con sus manos la misma tierra que estos
antepasados. Esta cerámica era peculiar, del tipo “imbricada”, diferente a la
de otros grupos guaraníes, la que decoraban con la punta de los dedos y a la
que embellecían con pinturas.
Estos
antiguos isleños, cuyos mestizados descendientes seguramente todavía recorren
los arroyos de la Tierra Sin
Mal, son la punta del hilo para empezar a hallar esta escurridiza identidad
isleña que queremos encontrar por fin, y ponerla en palabras.
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