Cuando se dirigía a una reunión, disfrazado de jubilado, fue abordado por un grupo de tareas que intentó detenerlo. Walsh sacó un revólver y resistió a balazos el intento, y fue acribillado en el lugar. Su cuerpo fue llevado a la ESMA, y hay testigos que dicen que ingresó con vida, agonizante.
Fue un amante del Delta, refugio en el que encontraba paz y descanso en tiempos turbulentos, en su casita del Carapachay.
Aquí transcribimos algunos fragmentos de sus relatos compliados en el libro "El violento oficio de escribir", que muestra el interés que la isla siempre le produjo al escritor.
CLAROSCURO DEL DELTA
Una región casi tan extensa como
la provincia de Tucumán espera ser conquistada por segunda vez.
Cercano y desconocido, el Delta
del Paraná revive la odisea de sus pioneros.
Al último tigre lo mataron los
hermanos Cepeda en tiempos de María, la contrabandista de trabuco recortado que
se ahogó en el Bravo por salvar a un cristiano. Pero la memoria del tigre y los
piratas se extinguió con Celestino Ceballos, cuando a los 106 años pobló por
segunda vez la Boca de las Animas, lugar de su vida y de su muerte.
Antes de perderse, los paraísos
perdidos crean su leyenda de terror. Cada puñalada hace su historia, cada
peripecia deposita sobre el mapa una amenaza contra el forastero. Ahí están los
nombres del desaliento en los arroyos y los ríos: Desengaño, Perdido, Fraile
Quemado, La Horca, Hambrientos, El Diablo, Las Cruces, El Ahogado, el Arroyo
del Pobre.
Pobres eran todos: criollos
cazadores, pescadores, recolectores de duraznos que plantaron los jesuítas en
la más ignorada de sus misiones, cuyas ruinas dejaron de verse después de que
Francisco Javier Muñiz las vio en 1818 sobre el Paycarabí: nombre de un cura
(pay) tal como podía pronunciarlo en guaraní el indio cuyo cráneo exhibe, entre
latas de aceite y surtidores, Hermán López, concesionario de YPF en Paranacito.
Para una docena de vascos
inmigrantes, la fiebre amarilla que azotó Buenos Aires hace un siglo era más
temible que las islas solitarias. Se instalaron en el Carabelas, sembraron trigo
y papas, plantaron álamos, pusieron una fábrica de cerámica cuya alta chimenea,
emergiendo entre los ceibos cerca del Guazú, está fechada en 1877.
Ya había italianos a lo largo del
Lujan, fábrica de dulces en el Espera, franceses dispersos un poco por todas
partes, como aquel Blondeau, cuya casa centenaria sobrevive en Carabelas, o
aquel Chamoussy, que en 1905 contó 6.987.820 álamos y sauces en el Delta
entrerriano.
Por esa época, un militar
holandés que volvía de Sumatra compró al gobierno provincial 2.500 hectáreas,
con la promesa de radicar diez familias españolas. El matrimonio vino con una
institutriz para educar a sus cuatro hijas y se marchó al poco tiempo, pero la
maestra holandesa se quedó, casada con un comerciante alemán.
A los 91 años, Carolina de
Seybold evoca en su castellano silabeado la fascinante aventura: el viaje en
vaporcito por el laberinto de islas –desierta Venecia, multiplicada Zeeland–,
la tormenta de Santa Rosa que los sorprendió en el Miní, el desembarco y el
bungalow construido por John Wright, que después compró su marido y donde ella
sigue viviendo sesenta y cinco años más tarde, con sus muebles europeos, su
loza de Delft y sus libros en tres idiomas, que ya no puede leer porque está
ciega.
Rodolfo Walsh junto a su amigo Haroldo Conti, ambos amantes del Delta
"Las exigencias del medio hicieron
del colono muchas cosas: quintero, marino, cazador, herrero, mecánico,
bolichero. Sometido a las calamidades cíclicas, los repuntes del río y las
bajas del mercado, las plagas de las plantas y los incendios de los pajonales,
debió erigir sus diques, reparar sus embarcaciones, improvisar los repuestos
del Fordson, almacenar el gas de los pantanos que alumbra muchas casas.
Miroslao Konecny, checoslovaco, ilustra esa variedad de los oficios: albañil
primero, constructor naval después, suele tripular ahora el Luscombe biplaza
del aeroclub de Paranacito y divisar la comarca entera de los suyos.
Muchos triunfaron, como Weide, a
costa de penurias grandes.
Forzudos, elementales, adheridos
a la tierra, algunos alcanzaron la cima de la obstinación, de una locura
heroica que provoca las sonrisas de sus descendientes.
–¡Qué gente bruta! –dice con
jovial ternura Juan Urionagüena, nieto de los fundadores del Carabelas–. Se
pasaban la semana cavando zanjas y serruchando troncos, y los domingos se
divertían organizando apuestas para ver quién cavaba más zanjas o serruchaba
más troncos.
Uno de aquellos
cavadores pasó a la inmortalidad, abriendo a pala los seis kilómetros que
separaban al Guazú del Paraná de las Palmas. Por esa vía irrumpió la fuerza
monstruosa de los ríos."
Walsh en el muelle de su casa del río Carapachay
"Si el éxito del colono europeo
quedó librado a su estoicismo, el desarraigo del poblador criollo estaba
decretado de antemano: nunca pasó por la cabeza de aquellos gobernantes ofrecer
al nativo las tierras y los créditos que tuvieron los primeros inmigrantes.
–Aquí había una docena de
pobladores, gente nutriera –recuerda el viejo Maeta–. Cuando vinieron estos
alemanes tuvieron que irse. Uno o dos quedaron con un pedacito de tierra.
Irse no era todavía una desgracia
irreparable en el vasto mundo de las islas. El hombre agarraba su canoa y sus
trampas y se mudaba a otro lado. Vinieron, incluso, buenos tiempos para esos
nómadas. Por el año veinte empezó a valorizarse la nutria: se pagaba cuatro o cinco
pesos por un cuero.
–Hubo épocas –dice un antiguo
cazador– en que un ministro no podía ganar lo que ganaba cualquiera de
nosotros. Yo he visto a uno matar sesenta y ocho nutrias en una noche, sobre la
costa del Pavón. Era una alegría todo, un derroche de plata.
La escasez gradual de la nutria,
del lobito y del carpincho trajo las leyes de veda, que una vez más
desampararon al hijo del suelo.
De todas maneras,
estos son sobrevivientes de un tiempo que se acaba. Sus ranchos subsisten a la
orilla de los ríos, sus trampas velan los comederos de las nutrias, sus manos
mantean los cueros o engavillan el "unco", pero cada creciente que
detiene el trabajo en las quintas, cada helada que paraliza los cultivos,
arrastra a las ciudades próximas su marea de isleños. Muchos no vuelven."
Estos son sólo algunos jugosos fragmentos de los relatos de "El violento oficio de escribir", obra que recomendamos a todo aquel interesado en profundizar en el conocimiento del amor que el escritor, (porque este es el oficio con el que él mismo se describía, así firmó la famosa "Carta a la junta militar") sentía por esta región.
BUENISIMO GRACIAS
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