miércoles, 26 de marzo de 2014

AYER SE CUMPLIÓ UN NUEVO ANIVERSARIO DEL ASESINATO DE RODOLFO WALSH, ESCRITOR APASIONADO DEL DELTA.

En el día de ayer, 25 de marzo, se cumplió un nuevo aniversario de la muerte a balazos del escritor y periodista Rodolfo Walsh.
Cuando se dirigía a una reunión, disfrazado de jubilado, fue abordado por un grupo de tareas que intentó detenerlo. Walsh sacó un revólver y resistió a balazos el intento, y fue acribillado en el lugar. Su cuerpo fue llevado a la ESMA, y hay testigos que dicen que ingresó con vida, agonizante.

Fue un amante del Delta, refugio en el que encontraba paz y descanso en tiempos turbulentos, en su casita del Carapachay.

Aquí transcribimos algunos fragmentos de sus relatos compliados en el libro "El violento oficio de escribir", que muestra el interés que la isla siempre le produjo al escritor.





CLAROSCURO DEL DELTA

Una región casi tan extensa como la provincia de Tucumán espera ser conquistada por segunda vez.
Cercano y desconocido, el Delta del Paraná revive la odisea de sus pioneros.
Al último tigre lo mataron los hermanos Cepeda en tiempos de María, la contrabandista de trabuco recortado que se ahogó en el Bravo por salvar a un cristiano. Pero la memoria del tigre y los piratas se extinguió con Celestino Ceballos, cuando a los 106 años pobló por segunda vez la Boca de las Animas, lugar de su vida y de su muerte.
Antes de perderse, los paraísos perdidos crean su leyenda de terror. Cada puñalada hace su historia, cada peripecia deposita sobre el mapa una amenaza contra el forastero. Ahí están los nombres del desaliento en los arroyos y los ríos: Desengaño, Perdido, Fraile Quemado, La Horca, Hambrientos, El Diablo, Las Cruces, El Ahogado, el Arroyo del Pobre.
Pobres eran todos: criollos cazadores, pescadores, recolectores de duraznos que plantaron los jesuítas en la más ignorada de sus misiones, cuyas ruinas dejaron de verse después de que Francisco Javier Muñiz las vio en 1818 sobre el Paycarabí: nombre de un cura (pay) tal como podía pronunciarlo en guaraní el indio cuyo cráneo exhibe, entre latas de aceite y surtidores, Hermán López, concesionario de YPF en Paranacito.
Para una docena de vascos inmigrantes, la fiebre amarilla que azotó Buenos Aires hace un siglo era más temible que las islas solitarias. Se instalaron en el Carabelas, sembraron trigo y papas, plantaron álamos, pusieron una fábrica de cerámica cuya alta chimenea, emergiendo entre los ceibos cerca del Guazú, está fechada en 1877.
Ya había italianos a lo largo del Lujan, fábrica de dulces en el Espera, franceses dispersos un poco por todas partes, como aquel Blondeau, cuya casa centenaria sobrevive en Carabelas, o aquel Chamoussy, que en 1905 contó 6.987.820 álamos y sauces en el Delta entrerriano.
Por esa época, un militar holandés que volvía de Sumatra compró al gobierno provincial 2.500 hectáreas, con la promesa de radicar diez familias españolas. El matrimonio vino con una institutriz para educar a sus cuatro hijas y se marchó al poco tiempo, pero la maestra holandesa se quedó, casada con un comerciante alemán.

A los 91 años, Carolina de Seybold evoca en su castellano silabeado la fascinante aventura: el viaje en vaporcito por el laberinto de islas –desierta Venecia, multiplicada Zeeland–, la tormenta de Santa Rosa que los sorprendió en el Miní, el desembarco y el bungalow construido por John Wright, que después compró su marido y donde ella sigue viviendo sesenta y cinco años más tarde, con sus muebles europeos, su loza de Delft y sus libros en tres idiomas, que ya no puede leer porque está ciega. 

Rodolfo Walsh junto a su amigo Haroldo Conti, ambos amantes del Delta


"Las exigencias del medio hicieron del colono muchas cosas: quintero, marino, cazador, herrero, mecánico, bolichero. Sometido a las calamidades cíclicas, los repuntes del río y las bajas del mercado, las plagas de las plantas y los incendios de los pajonales, debió erigir sus diques, reparar sus embarcaciones, improvisar los repuestos del Fordson, almacenar el gas de los pantanos que alumbra muchas casas. Miroslao Konecny, checoslovaco, ilustra esa variedad de los oficios: albañil primero, constructor naval después, suele tripular ahora el Luscombe biplaza del aeroclub de Paranacito y divisar la comarca entera de los suyos.
Muchos triunfaron, como Weide, a costa de penurias grandes.
Forzudos, elementales, adheridos a la tierra, algunos alcanzaron la cima de la obstinación, de una locura heroica que provoca las sonrisas de sus descendientes.
–¡Qué gente bruta! –dice con jovial ternura Juan Urionagüena, nieto de los fundadores del Carabelas–. Se pasaban la semana cavando zanjas y serruchando troncos, y los domingos se divertían organizando apuestas para ver quién cavaba más zanjas o serruchaba más troncos.
Uno de aquellos cavadores pasó a la inmortalidad, abriendo a pala los seis kilómetros que separaban al Guazú del Paraná de las Palmas. Por esa vía irrumpió la fuerza monstruosa de los ríos."

Walsh en el muelle de su casa del río Carapachay



"Si el éxito del colono europeo quedó librado a su estoicismo, el desarraigo del poblador criollo estaba decretado de antemano: nunca pasó por la cabeza de aquellos gobernantes ofrecer al nativo las tierras y los créditos que tuvieron los primeros inmigrantes.
–Aquí había una docena de pobladores, gente nutriera –recuerda el viejo Maeta–. Cuando vinieron estos alemanes tuvieron que irse. Uno o dos quedaron con un pedacito de tierra.
Irse no era todavía una desgracia irreparable en el vasto mundo de las islas. El hombre agarraba su canoa y sus trampas y se mudaba a otro lado. Vinieron, incluso, buenos tiempos para esos nómadas. Por el año veinte empezó a valorizarse la nutria: se pagaba cuatro o cinco pesos por un cuero.
–Hubo épocas –dice un antiguo cazador– en que un ministro no podía ganar lo que ganaba cualquiera de nosotros. Yo he visto a uno matar sesenta y ocho nutrias en una noche, sobre la costa del Pavón. Era una alegría todo, un derroche de plata.
La escasez gradual de la nutria, del lobito y del carpincho trajo las leyes de veda, que una vez más desampararon al hijo del suelo.
De todas maneras, estos son sobrevivientes de un tiempo que se acaba. Sus ranchos subsisten a la orilla de los ríos, sus trampas velan los comederos de las nutrias, sus manos mantean los cueros o engavillan el "unco", pero cada creciente que detiene el trabajo en las quintas, cada helada que paraliza los cultivos, arrastra a las ciudades próximas su marea de isleños. Muchos no vuelven."

Estos son sólo algunos jugosos fragmentos de los relatos de "El violento oficio de escribir", obra que recomendamos a todo aquel interesado en profundizar en el conocimiento del amor que el escritor, (porque este es el oficio con el que él mismo se describía, así firmó la famosa "Carta a la junta militar") sentía por esta región. 


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