El doctor
Rafael Torres García tenía su casita de fin de semana al lado de la quinta de
don Manuel Mañán, hombre respetado por sabio, silencioso y derecho.
El abogado
visitaba poco su lugarcito isleño, pues se hallaba muy ocupado en pleitos que
le dejaban mucho dinero para comprar cosas. Algunas le obligaban a permanecer
atado cada vez más a ellas y aumentar a su vez los gastos, como autos a los que
había que cuidar, casas y departamentos de los que ocuparse, personal que haga
cosas sencillas por él, clubes y salidas muy importantes, que requerían a su
vez buenos vestidos y teléfonos modernos para ser vistos por los amigos.
Por eso
llegaba poco a la isla el doctor, cada vez en un yate diferente, con un
marinero vestido de blanco a bordo.
Don Mañán lo
saludaba, y se entristecía al ver a ese hombre joven cada vez más demacrado,
canoso y con mirada dura. El abogado, quizás por esas cosas de contarle las
cuitas a quien uno no considera importante, le lloraba al isleño que el dinero
no le alcanzaba, que la economía estaba complicada, que los colegios cada día
aumentaban las cuotas, la obra social, que la esposa se fue de la casa con un
compañero del estudio jurídico.
Cada vez que
el letrado iba a la casita del arroyo, sufría de algún mal diferente: dolor de
estómago, ataques de pánico, un leve infarto del que el cielo le permitió
salvarse.
Sus hijos ya
no quisieron verlo, por más regalos que les hizo, ya que Torres García
prácticamente vivía para los pleitos judiciales y las reuniones.
A sus 47 años,
el doctor se encontraba solo, con su salud deteriorada, y repleto de dinero en
su cuenta. La madre del abogado murió y en la vieja casona materna encontró un
cofrecito lleno perlas, piedras preciosas, anillos y collares. Nunca supo por
qué, se acordó de aquel isleño viejo, que lo sorprendía con su férrea salud y
vitalidad a su más de 70 años.
Una mañana don
Manuel Mañán vio llegar otro yate nuevo hasta lo del doctor. Lo vio bajar con
algo en la mano, y se acercó hasta su casa. Allí lo saludó y le entregó el
cofre con el tesoro dentro. El isleño lo recibió sereno, dio las gracias, escuchó
los lamentos del citadino y se metió en el rancho.
Meses después,
el viejo Manuel oyó que se acercaba el barco del abogado. Éste bajó al muelle
de su casita de fin de semana, pero al mirar hacia lo del isleño, no pudo más
que pegar un grito de horror. Allí estaba, don Mañán, bajo el eucalipto,
lanzando las piedras preciosas a las cotorras con una gomera. Con brutal
puntería lanzaba perlas, rubíes, anillitos de oro y diamante, que luego de
impactar en los pajarracos, caían al arroyo para perderse en el fondo barroso.
Como pudo, el doctor corrió hasta allí y comenzó a increparlo.
“¡¿Cómo es
posible que esté desperdiciando ese tesoro en las cotorras?! ¡¿Se ha vuelto
loco?!”
El isleño bajó
la gomera y lo miró piadosamente, como a un pobre niño. “¡oh, querido vecino!”,
dijo el viejo, “no he hecho más que copiar lo que usted me cuenta que hace todo
el tiempo”.
El abogado no
entendía nada de lo que el isleño le decía. “¿Acaso usted no ha pasado su vida
desperdiciando el tesoro más preciado en cosas tan ínfimas como las cotorras?
¿Acaso usted no ha tirado al agua el mayor valor persiguiendo ilusorias
felicidades? ¿No ha usted gastado su salud y su vida en cotorras? Vaya mi amigo,
y déjeme a mí también darme el gusto de tirar piedras preciosas a los pájaros.”
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