jueves, 12 de diciembre de 2013

LOS MILRODS y “LA TORTA FRITA DE DEL SARGENTO PIMENTÓN”

Nuestro Cronista Norberto Ralt descubrió la historia de una histórica banda isleña que ha sido injustamente olvidada. En este memorable relato desempolva el recuerdo de estos héroes de la música del Delta.



Nuestro maestro del periodismo pescado "in fraganti" por Braian, marinero de la colectiva, un domingo mientras jugaba a la pelota en su lejana quinta

           
      Ahhh…las plácidas mañanas que transcurren con el devenir de las aguas. El trinar de las aves y, a lo lejos, la voz de “Hetitor” Larrea en la radio, que viaja entre el sauzal. Temprano anduve arreglando la motosierra y, alrededor de las 11hs. me encontraba tomando unos mates con mi señora mientras oíamos la audición de la joven María Bradley por “FM La Barca”. Esta chica, debo decirlo, me cae en simpatía. La cosa es que un lanchón atracó en mi muelle con tres fulanos abordo. Uno de ellos, caucásico y de mediana edad, se presentó como Adalberto Zagardúa, del estudio jurídico “Chanta Pufi & Asociados”. Su acompañante, un asiático de aspecto bastante turbio, dijo ser representante de la inmobiliaria “Ghost”, con dirección en San Fernando. Venían de visitar unos loteos en el Caraguatá con mapas y papeles. Ahora la corriente los había traído a mi muelle en la búsqueda de unos terrenos de los que, según dijeron, poseían toda la documentación en regla. La situación me resultó sospechosa, sobre todo teniendo en cuenta los inquietantes nombres de la inmobiliaria y del bufete de abogados, que los habían comisionado. Lo primero que le pregunté a uno de ellos fue: ¿“Vos sos del bufete? Dame un pebete de jamón y queso y una Manaos de naranja.” Luego, ante el mutismo que presentaban, intenté tantearlos con dos o tres preguntas y cuando se mostraron vacilantes, ligero, los mandé “a paseo”. Arrancaron la lancha rápido y huyeron despavoridos. Al coreano llegué a asestarle un latigazo con el mojarrero, que era lo único que tenía al alcance de mi mano, en la zona lumbar. Mientras se alejaba me gritó en perfecto castellano: “¡Puto!”. Estas aves rapaces que andan por todo el Delta se desalientan pronto y casi siempre fácilmente, cuando se enfrentan a las posturas firmes de un gaucho. Cuestión que la desagradable secuencia me quitó el buen talante y busqué refugio en la música el resto del día.

            Para los que no me conocen, les cuento, que a mí me gusta tocar la armónica y danzar el twist. En 1962 participé del rodaje del film “¿Quién quiere bailar el rock?” en cuyo estelar elenco se encontraban la genial Violeta Rivas y mi querido amigo Lalo Fransen. A partir de allí cultivé un hermoso romance con ese estilo de música provocador y sensual. El solo hecho de pensar en aquellas pelvis bamboleantes estremece mis más íntimas fibras.

            Soy un melómano empedernido. Si, si, em-pe-der-ni-do. La avidez en la búsqueda de rarezas y “out takes”, como le dicen en Norteamérica, me depararon hace más de veinte años una sorpresa de índole trascendental para la historia de la música internacional. Don Carlos Irala, un viejo manco de la Tercera Sección me contó una vez que, en la década del 60, había integrado un conjunto musical cuyo nombre llevaba hacia de la isleñidad más profunda: “Los Milrods”. Así fue que relató historias de festivales y carnavales, que presumí, eran desvaríos atribuibles a la “chochera” del pobre anciano. El fin del grupo se habría producido cuando Don Irala se mancó usando una sin fin.

Portada del primer simple de
"Los Milrods"
Dos años después de su muerte en 1989, en un atardecer neblinoso, un paisano de unos setenta años y apariencia simiesca se apareció por casa con dos cajas que contenían cintas de grabación enrolladas en unos carreteles. Diga que guardo aún mi viejo grabador de cinta abierta que si no… hubiera resultado difícil conocer el misterio que ellas encerraban. El enigmático hombre me dijo: “La rampla estaba refalosa. Perdone la embarrada. La canoba se fue a pique en la mareba. Perdone la mojada.”

            Entre los carretes de las cintas había también algunos papeles. Yo tenía entre mis manos un documento histórico irrefutable sobre la paternidad de “Los Milrods” sobre el movimiento musical de vanguardia llamado psicodelia. ¿Cómo es que un grupo de muchachos de la Tercera Sección de islas habían logrado en 1965 tal proeza creativa, adelantándose incluso al movimiento nacido en Inglaterra?

            Benigno Dallalibera era un inescrupuloso bolichero proveniente de Catanzaro, Italia. Sus productos eran siempre de baja calidad o mal habidos. Los vencimientos estaban burdamente adulterados con la caligrafía deplorable del ruin comerciante, más o menos como pasa hoy en día con las almaceneras. Carlos, Juan Carlos, Carlitos y Carolo trabajaban haciendo la madera en el deslinde del terreno de Benigno, por lo que vivieron tres meses consumiendo las porquerías en mal estado que obtenían a un precio prohibitivo. Por las noches y luego del titánico menester de burrear palos de álamo al hombro tocaban la guitarra y también el acordeón. Al principio los alegres chamamés se oían a la distancia. Llevadas por la brisa las notas musicales y los coloridos cánticos joviales hacían el deleite de los vecinos distantes que reposaban en sus muelles a la escucha de melodías que auguraban la placidez de una noche de descanso. Hacia el final de su estadía en la quinta en donde hacían la madera, los indescriptibles sonidos antinaturales e incomprensibles para la sensibilidad de aquella época, presagiaban un pernocte interrumpido por sonoras pesadillas recurrentes.

            Tal parece que “los fabulosos cuatro” habrían sufrido en principio una fuerte intoxicación por ingerir atún en mal estado, comprado en lo de Dallalibera. Cómo broche de oro, el corolario estuvo dado por el hecho de que,  durante los tres meses de estadía, las noches –que luego se transformaron en interminables días- estuvieron abundantemente regadas por un vino deplorable de nombre “Sos Boleta”, envasado y producido, según rezaba su etiqueta, en el Arroyo Falso s/nro. – Islas de la Fantasía. Entre tanto, el abatimiento físico provocado por el atún pretendió ser curado con la ayuda de anfetaminas, que el innoble almacenero vendió por aspirinas. El resultado de todo esto fue un desorden psíquico que se trasladó de inmediato a su música. Ya no volvieron a tocar las sierras ni a voltear plantas, se dedicaron a divagar por la isla con sus instrumentos desafinados.

La historia se precipita cuando un joven comerciante de telas del Once, Jacobo Epstein, los descubre un fin de semana tirados en una zanja, adentro de su propiedad. Luego de sacarlos del barrial el muchacho los aloja unos días en su casa hasta su recuperación definitiva momento en el que comienzan, sin pausa, a consumir pastillas y vino nuevamente. Epstein, que se engancha pronto en la nueva onda con ellos, los lleva a Buenos Aires. Su tío tiene un estudio de grabación en el centro en el que registran dos temas: “La Torta Frita del Sargento Pimentón” y “Adorable Santa Rita”. Estas composiciones, que hasta principios de los noventas, se encontraban desaparecidas, son el inicio de una corriente musical que dio entre sus mejores frutos a conjuntos como Pink Floyd, The Jimmy Hendrix Experience, Cream y María Marta Serra Lima y el Trío Los Churros.

En “La Torta Frita del Sargento Pimentón” la letra alucinante despierta similitudes con la obra de poetas malditos surrealistas, desconocidos por estos cuatro e incultos jóvenes isleños. La canción está dedicada a un panzón miembro de la Policía de Islas que se encontraba destacado en Borches y era célebre por la preparación de unas excelsas tortas fritas. La poesía inconexa repite palabras como si fuera un mantra: “Grasa… Bovina… el Sargento... Pimentón… canoba astral… sauce animal… garrafa… grasa…  garlacha… Boooorches…yeah, yeah, yeah…”

De más está decir que el simple con los dos temas fue un rotundo fracaso. Nadie quiso agarrarlo ni regalado. El optimismo de Epstein, alimentado por la confusión aportada por las anfetaminas, lleva al conjunto, promediando el año 1965, de viaje a Europa en busca de escenarios y de público con mayor receptividad hacia este tipo de música experimental. Producen varios shows en Alemania y Francia, hasta que en noviembre llegan a Londres. Allí se codean con la flor y nata del rock, pero la fama y las licencias terminan por diezmarlos física y mentalmente. Regresan a la isla para las navidades hechos un trapo de sentina, mojado y aceitado.

            Si el tema “Tomorrow never knows”, grabado por los Beatles en 1966, abre la puerta a la temprana psicodelia, “La torta frita del Sargento Pimentón” resulta la llave que destraba su cerrojo. A esta altura y con las evidencias que obran en mi poder nadie puede discutir la influencia que “Los Milrods” tuvieron en las más grandes bandas inglesas de finales de los 60´s.

"Los Milrods" se presentaron por última vez en el Recreo Blondau ante una audiencia de cinco borrchines
            A los últimos conciertos que dieron en el “Marquee” de Londres llegaron en Rolls Royce y fueron vistos por miles de personas. Cuando regresaron al Delta, se presentaron en las islas de Campana sobre el escenario del Recreo Blondeau de Carabelas y Canal Alem, al que arribaron en un pontón de fierro con pata surubí. Los cinco borrachines que oficiaban de público intentaron golpearlos antes de que finalizara el primer tema. Destrozaron sus instrumentos y Carlos, Juan Carlos y Carlitos huyeron desesperados, hacia la nada, que es la noche isleña. Tuvieron que tirarse al agua y nadar. El que peor la llevó fue Carolo a quien  los parroquianos, envenenados por el alcohol, intentaron “acceder” por la fuerza. Gracias al casero del lugar que disparó un tiro dentro del recinto con su escopeta española de un caño, apenas sufrió un sutil desgarro. 

            Los pasos de “Los Milrods” se tornan difusos entre los años 1967 y 1971. Alguien me habló de recitales en la provincia de Buenos Aires y de conciertos en casamientos isleños. Otros dicen que en los carnavales del Club Comunicaciones y Ferrocarril Oeste compartieron el escenario con Almendra, Manal y  Los Gatos.  

Tal parece que, hacia 1971, su música se habría vuelto demasiado compleja para ser interpretada en vivo y terminaron finalmente regresando a la Tercera Sección para seguir haciendo la madera en las quintas productivas.

El último e irrefutable documento que consigna la existencia y el valor histórico – musical de los “Fabulosos cuatro del río” es una antigua y descolorida fotografía impresa en la revista “Pin Up”, fechada en 1969. Allí se puede ver al “flaco” Spinetta maravillado, escuchando en vivo a “Los Milrods”, con el mentón apoyado entre sus manos. En el epígrafe dice: Para Luis Alberto, “Los Milrods son un caudal de eternidad agazapada en la espalda de un carpincho.”

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