Nuestro maestro del periodismo pescado "in fraganti" por Braian, marinero de la colectiva, un domingo mientras jugaba a la pelota en su lejana quinta
Ahhh…las
plácidas mañanas que transcurren con el devenir de las aguas. El trinar de las
aves y, a lo lejos, la voz de “Hetitor” Larrea en la radio, que viaja entre el sauzal.
Temprano anduve arreglando la motosierra y, alrededor de las 11hs. me
encontraba tomando unos mates con mi señora mientras oíamos la audición de la
joven María Bradley por “FM La Barca”. Esta chica, debo decirlo, me cae en
simpatía. La cosa es que un lanchón atracó en mi muelle con tres fulanos
abordo. Uno de ellos, caucásico y de mediana edad, se presentó como Adalberto
Zagardúa, del estudio jurídico “Chanta Pufi & Asociados”. Su acompañante,
un asiático de aspecto bastante turbio, dijo ser representante de la
inmobiliaria “Ghost”, con dirección en San Fernando. Venían de visitar unos
loteos en el Caraguatá con mapas y papeles. Ahora la corriente los había traído
a mi muelle en la búsqueda de unos terrenos de los que, según dijeron, poseían
toda la documentación en regla. La situación me resultó sospechosa, sobre todo
teniendo en cuenta los inquietantes nombres de la inmobiliaria y del bufete de
abogados, que los habían comisionado. Lo primero que le pregunté a uno de ellos
fue: ¿“Vos sos del bufete? Dame un pebete de jamón y queso y una Manaos de
naranja.” Luego, ante el mutismo que presentaban, intenté tantearlos con dos o
tres preguntas y cuando se mostraron vacilantes, ligero, los mandé “a paseo”.
Arrancaron la lancha rápido y huyeron despavoridos. Al coreano llegué a
asestarle un latigazo con el mojarrero, que era lo único que tenía al alcance
de mi mano, en la zona lumbar. Mientras se alejaba me gritó en perfecto
castellano: “¡Puto!”. Estas aves rapaces que andan por todo el Delta se
desalientan pronto y casi siempre fácilmente, cuando se enfrentan a las posturas firmes de un gaucho. Cuestión
que la desagradable secuencia me quitó el buen talante y busqué refugio en la
música el resto del día.
Para los que no me conocen, les
cuento, que a mí me gusta tocar la armónica y danzar el twist. En 1962
participé del rodaje del film “¿Quién quiere bailar el rock?” en cuyo estelar elenco se encontraban la genial Violeta Rivas y mi querido amigo Lalo Fransen. A
partir de allí cultivé un hermoso romance con ese estilo de música provocador y
sensual. El solo hecho de pensar en aquellas pelvis bamboleantes estremece mis más
íntimas fibras.
Soy un melómano empedernido. Si, si,
em-pe-der-ni-do. La avidez en la búsqueda de rarezas y “out takes”, como le dicen
en Norteamérica, me depararon hace más de veinte años una sorpresa de índole
trascendental para la historia de la música internacional. Don Carlos Irala, un
viejo manco de la Tercera Sección me contó una vez que, en la década del 60,
había integrado un conjunto musical cuyo nombre llevaba hacia de la isleñidad
más profunda: “Los Milrods”. Así fue que relató historias de festivales y
carnavales, que presumí, eran desvaríos atribuibles a la “chochera” del pobre
anciano. El fin del grupo se habría producido cuando Don Irala se mancó usando
una sin fin.
Portada del primer simple de "Los Milrods" |
Entre los carretes de las cintas
había también algunos papeles. Yo tenía entre mis manos un documento histórico
irrefutable sobre la paternidad de “Los Milrods” sobre el movimiento musical de
vanguardia llamado psicodelia. ¿Cómo es que un grupo de muchachos de la Tercera
Sección de islas habían logrado en 1965 tal proeza creativa, adelantándose
incluso al movimiento nacido en Inglaterra?
Benigno Dallalibera era un
inescrupuloso bolichero proveniente de Catanzaro, Italia. Sus productos eran siempre
de baja calidad o mal habidos. Los vencimientos estaban burdamente adulterados
con la caligrafía deplorable del ruin comerciante, más o menos como pasa hoy en
día con las almaceneras. Carlos, Juan Carlos, Carlitos y Carolo trabajaban haciendo la madera en el
deslinde del terreno de Benigno, por lo que vivieron tres meses consumiendo las
porquerías en mal estado que obtenían a un precio prohibitivo. Por las noches y
luego del titánico menester de burrear palos de álamo al hombro tocaban la
guitarra y también el acordeón. Al principio los alegres chamamés se oían a la
distancia. Llevadas por la brisa las notas musicales y los coloridos cánticos
joviales hacían el deleite de los vecinos distantes que reposaban en sus
muelles a la escucha de melodías que auguraban la placidez de una noche de
descanso. Hacia el final de su estadía en la quinta en donde hacían la madera,
los indescriptibles sonidos antinaturales e incomprensibles para la sensibilidad de aquella época, presagiaban un pernocte interrumpido por sonoras pesadillas recurrentes.
Tal parece que “los fabulosos cuatro”
habrían sufrido en principio una fuerte intoxicación por ingerir atún en mal
estado, comprado en lo de Dallalibera. Cómo broche de oro, el corolario estuvo
dado por el hecho de que, durante los
tres meses de estadía, las noches –que luego se transformaron en
interminables días- estuvieron abundantemente regadas por un vino deplorable de
nombre “Sos Boleta”, envasado y producido, según rezaba su etiqueta, en el
Arroyo Falso s/nro. – Islas de la Fantasía. Entre tanto, el abatimiento físico
provocado por el atún pretendió ser curado con la ayuda de anfetaminas, que el
innoble almacenero vendió por aspirinas. El resultado de todo esto fue un
desorden psíquico que se trasladó de inmediato a su música. Ya no volvieron a
tocar las sierras ni a voltear plantas, se dedicaron a divagar por la isla con
sus instrumentos desafinados.
La historia se precipita cuando un joven comerciante de telas del
Once, Jacobo Epstein, los descubre un fin de semana tirados en una zanja,
adentro de su propiedad. Luego de sacarlos del barrial el muchacho los aloja
unos días en su casa hasta su recuperación definitiva momento en el que
comienzan, sin pausa, a consumir pastillas y vino nuevamente. Epstein, que se
engancha pronto en la nueva onda con ellos, los lleva a Buenos Aires. Su tío tiene un
estudio de grabación en el centro en el que registran dos temas: “La Torta
Frita del Sargento Pimentón” y “Adorable Santa Rita”. Estas composiciones, que
hasta principios de los noventas, se encontraban desaparecidas, son el inicio
de una corriente musical que dio entre sus mejores frutos a conjuntos como Pink
Floyd, The Jimmy Hendrix Experience, Cream y María Marta Serra Lima y el Trío
Los Churros.
En “La Torta Frita del Sargento Pimentón” la letra alucinante
despierta similitudes con la obra de poetas malditos surrealistas, desconocidos
por estos cuatro e incultos jóvenes isleños. La canción está dedicada a un
panzón miembro de la Policía de Islas que se encontraba destacado en Borches y
era célebre por la preparación de unas excelsas tortas fritas. La poesía
inconexa repite palabras como si fuera un mantra: “Grasa… Bovina… el Sargento... Pimentón… canoba astral… sauce animal… garrafa… grasa… garlacha… Boooorches…yeah, yeah, yeah…”
De más está decir que el simple con los dos temas fue un rotundo
fracaso. Nadie quiso agarrarlo ni regalado. El optimismo de Epstein, alimentado
por la confusión aportada por las anfetaminas, lleva al
conjunto, promediando el año 1965, de viaje a Europa en busca de escenarios y de público con mayor receptividad hacia este tipo de música experimental. Producen
varios shows en Alemania y Francia, hasta que en noviembre llegan a Londres.
Allí se codean con la flor y nata del rock, pero la fama y las licencias terminan por
diezmarlos física y mentalmente. Regresan a la isla para las navidades hechos
un trapo de sentina, mojado y aceitado.
Si el tema “Tomorrow never knows”,
grabado por los Beatles en 1966, abre la puerta a la temprana psicodelia, “La
torta frita del Sargento Pimentón” resulta la llave que destraba su cerrojo. A
esta altura y con las evidencias que obran en mi poder nadie puede discutir la
influencia que “Los Milrods” tuvieron en las más grandes bandas inglesas de finales
de los 60´s.
"Los Milrods" se presentaron por última vez en el Recreo Blondau ante una audiencia de cinco borrchines |
Los pasos de “Los Milrods” se tornan
difusos entre los años 1967 y 1971. Alguien me habló de recitales en la
provincia de Buenos Aires y de conciertos en casamientos isleños. Otros dicen
que en los carnavales del Club Comunicaciones y Ferrocarril Oeste compartieron
el escenario con Almendra, Manal y Los
Gatos.
Tal parece que, hacia 1971, su música se habría vuelto demasiado
compleja para ser interpretada en vivo y terminaron finalmente regresando a la Tercera
Sección para seguir haciendo la madera en las quintas productivas.
El último e irrefutable documento que consigna la existencia y el
valor histórico – musical de los “Fabulosos cuatro del río” es una antigua y descolorida fotografía
impresa en la revista “Pin Up”, fechada en 1969. Allí se puede ver al “flaco”
Spinetta maravillado, escuchando en vivo a “Los Milrods”, con el mentón apoyado
entre sus manos. En el epígrafe dice: Para Luis Alberto, “Los Milrods son un
caudal de eternidad agazapada en la espalda de un carpincho.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario