Los chanáes
que no quisieron domesticarse recibiendo tierras de Juan de Garay para
afincarse como agricultores estables, combatieron como pudieron contra las
armas de fuego españolas, y luego fueron huyendo hacia el norte, por donde
estaban cercados por los jesuitas que dominaban toda la costa del Paraná.
Criollos carboneros en ranchos temporarios
Fue el drama de nuestros antepasados
isleños: entregarse, renunciar a su modo de vida libre y montaraz, o morir en
una guerra desigual.
De allí en más, nuestras islas
quedaron casi por completo desiertas. Para una población criolla que no tenía
tradición isleña, canoera, los infinitos arroyos del delta eran casi
inaccesibles, plagados de feroces tigres, selvas impenetrables y mareas
frecuentes.
La propiedad de la tierra pasó a ser
pública y se la denominó de “Pan Llevar”, es decir, que cualquiera podía ir y
extraer los recursos naturales como mejor le pareciera. Y allí quedó, un vasto
territorio antes floreciente, lleno de habitantes cuya civilización se había
adaptado a la rara geografía isleña, vacío de hombres.
Muchos criollos afincados en los
pueblos costeros de Las Conchas (como se llamaba a la región del actual Tigre)
y San Fernando, vieron en las islas un duro medio de vida. En pequeñas
embarcaciones recorrían los arroyos cortando leña, recolectando algunos frutos,
pescando y cazando. Estos poblados y la ciudad de Buenos Aires recibían la leña
del delta con voracidad, y los cueros de nutria, carpincho y yaguareté o tigre.
Los criollos que se fueron
isleñizando comenzaron a preparar carbón con la leña del delta, y se fueron
quedando cada vez más tiempo en la isla, por temporadas. Alcides D’Orbigny, un
viajero francés que anduvo por estos pagos, escribió allá por 1820: “En estos lugares y algo más arriba en el
Paraná, gran número de carboneros acuden todos los años a hacer su provisión de
carbón, llegando a ahumar el país a veinte leguas a la redonda. Su modo de
fabricación es de lo más vicioso, por lo que el producto resulta muy malo y se
pierde mucha cantidad de madera (…) y sin que los torpes explotadores se
preocupen mayormente por el daño.”
No son pocos los relatos de viajeros
asaltados en remotos parajes isleños por bandas de salteadores que vivían
refugiados de la justicia en los salvajes montes de las islas. Se trató de una
verdadera zona de frontera como lo fue al sur bonaerense la del Salado. Un
lugar en el que los buscados por la justicia, marginales de toda laya, y gente
de trabajo duro y humilde, encontraron su lugar en el mundo. Los “cristianos” y
los “salvajes” convivieron allí conformando una sociedad que tuvo sus propias
leyes y costumbres.
El naturalista Francisco Javier Muñiz hizo el primer relevamiento con una mirada científica de las islas del Paraná.
Como por toda la costa del Paraná,
no estuvieron ausentes en la época colonial los Jesuitas, que fueron los primeros
que colonizaron las islas tras la desaparición de los chanáes. Aquí, sobre el
arroyo Paycarabí, existió quizás la más desconocida de todas las misiones
jesuíticas. En el siglo XVIII comenzaron a plantar racionalmente los frutales
que luego le darían tanta fama al delta. El sabio naturalista Francisco Javier
Muñiz, comisionado por el gobierno de
Pueyrredon, en 1818, tras un viaje por el delta informó al respecto en un imperdible
trabajo titulado “Noticia sobre las islas del Paraná”: “Dos leguas más hacia el Miní (sobre el Paycarabí) se ven las reliquias
del establecimiento de los jesuitas, que consiste en restos de tapiales y cerca
de ellos hay cidra real, membrillos, cañas de castilla y varias clases de
duraznos.”
Dice textual el gran científico
argentino en su relevamiento: “La canal
de paycarabí tiene ambas orillas bien pobladas de los mismos arboles, a las
tres leguas de la embocadura se hallan muchos porotos tapes silvestres algo
amargos qº. se enredan en las cañas á mucha altura; á las cuatro leguas hay
guindos de mediana altura; en ese albardon qº. es mui elevado hay un espacio
como de cincuenta pasos cubierto de fracmentos de tinajas en las qº. depositavan
los indios sus difuntos. He visto esas tinajas enteras tienen una vara de alto
bien formadas, delgadas, con una tapa qº. embute mui bien un ahujero en el fondo
redondo, el material me pareció de igual calidad q. el de las baldosas, unas
estan todas labradas como escama de pez, y otras jazpeadas imitando el mármol,
contenían huesos humanos casi reducidos a polvo. La nacion qº. los fabricó
estava sin duda en mas alto grado de civilisacion qº. los indios independientes
qº. conocemos.” Así consideraba él a nuestros antepasados isleros.
Muñiz confirma la presencia de
aborígenes en las islas ya pasado el período colonial, asentados, conviviendo
con los criollos: “Mas arriba de
Caravelas, y como á un cuarto de legua de distancia, esta el arroyo de las
piedras, donde se hallan varias plantas de hierva mate. Me dixo un indio
anciano qº. havia un hosque de esos arboles en el centro de la ysla; pero por
falta de viveres no pude verificarlo.”
También vió nogales en los arroyos
Antequera, La Horca
y el Carapachay. Se asombró por la cantidad de cítricos que encontró en todos
los arroyos por donde anduvo en ese año 1818. Si bien los jesuitas ya no
estaban en América, es evidente que sus métodos de plantación fueron tomados
por los criollos que iban informando a Muñiz en su viaje, y que ya vivían
establecidos en las islas.
Sólo ya cerca de la revolución de
mayo se tienen datos de familias establecidas en las islas. La época del delta
que hoy rastreamos, la que va desde la llegada de los españoles hasta la
independencia, se caracterizó por ser un período de extracción de recursos
naturales, fruta, leña, carbón, “unco”, caza y pesca, sin ninguna
reglamentación ni racionalidad. Esto es algo que tal vez ocurra todavía en la isla
con otro disfraz, y llevado a cabo no por gente humilde que intentaba
sobrevivir, sino por los poderosos que sólo ven en las islas su fuente de
riqueza: empresas de turismo que vienen, depredan y se van, dejando en el delta
sólo destrucción y ningún beneficio.
"Noticia sobre las islas del Paraná" fue el informe que Muñiz elevó al Director Pueyrredón en 1818
La última gran epopeya de este
período del delta, es el aporte hecho por estos criollos para la reconquista de
Buenos Aires. Cuando Santiago de Liniers cruzó a la Banda Oriental a buscar
refuerzos para expulsar a los ingleses dueños de la capital en 1806, precisó de
la invaluable ayuda de baquianos isleños que ayudaron en guía y traslado de
tropas y víveres en sus embarcaciones hechas especialmente para recorrer
nuestras aguas. Gracias a ese coraje gaucho y solidaridad isleña, Liniers y sus
milicias pudieron llegar sin problemas hasta la boca del río Las Conchas, hoy
Reconquista, para comenzar su glorioso avance hasta la derrota de los invasores,
el Regimiento 71 de Su Majestad Británica, que nunca había sido vencido.
Las tierras de Pan Llevar fueron el horizonte de marginales y
humildes trabajadores costeros que fueron luego quedándose, estableciéndose
poco a poco, primero solos, luego con sus familias. Ellos fueron los primeros
hombres blancos que aprendieron las cosas de nuestros ríos, de sus mareas, de
sus animales, de su delirante vegetación. Ellos fueron quienes recopilaron los
conocimientos isleños, la tradición oral con la que se aprende a vivir en la
isla; ellos guardaron ese saber hasta la segunda gran transformación en el
delta: la llegada de los inmigrantes europeos, “los gringos”.